13 de febrero de 2013

¡A Dios lo que es de Dios!

Evangelio según San Marcos 7,1-13.

Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,
y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;
y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?".
El les respondió: "¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos.
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres".
Y les decía: "Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios.
Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte.
En cambio, ustedes afirman: 'Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte...'
En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre.
Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!".

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  San marcos nos muestra, en este Evangelio, las enseñanzas morales que Jesús expresa sobre la verdadera conducta que debe vivir un hombre de fe.
El evangelista, ante las discusiones de los fariseos con el Maestro, aprovecha para aclarar a los lectores no judíos     –que desconocían la Thorá- y a los que dirigía su mensaje, las preguntas insidiosas de los sacerdotes israelitas.


  La antigua Ley prescribía unos ritos determinados que tenían como significado expresar la pureza moral con que había que acercarse a Dios. Pero la tradición judía la había ampliado de tal manera, que hasta la forma de comer y la propia comida tenían para ellos una significación religiosa específica; ahogando el verdadero sentido del culto a Dios.
Porque en tiempo de Jesús, los hombres llamados a pastorear el rebaño del Pueblo elegido habían endurecido sus corazones, abocando la relación con lo divino a un cúmulo de formalismos externos que los alejaban del Señor.


  Y esa era la causa que provocaba su resistencia a aceptar a Jesucristo como el Mesías prometido. Por eso Jesús les expone la doctrina sobre la verdadera pureza, aquella que surge del amor a Dios y al prójimo y que es fruto de una íntima relación con el Señor.
El Maestro nos recuerda, en una profunda doctrina, que el origen del pecado no hay que buscarlo fuera, en lo creado; porque todo lo creado por Dios es bueno. Sino que hay que hacerlo en la libre intención que surge del alma del ser humano, herido en su naturaleza por el pecado original.


  Cuantos de nosotros, como ocurría con aquellos fariseos, cumplimos fielmente con el precepto dominical, formando parte de nuestras comunidades y participando de actividades que nos dan un cierto prestigio; haciéndonos sentir estupendamente con nosotros mismos. En cambio, tal vez, hemos sido capaces de aparcar a nuestros padres, no porque no podamos atenderlos, sino porque hacerlo equivaldría a renunciar al ritmo de vida que llevamos. Hemos sido incapaces de zanjar conversaciones, en la que el único tema era una falta de caridad a aquellas personas que no se encontraban presentes y eran incapaces de defenderse. Y ayudamos a las misiones del tercer mundo –que está perfecto- mientras nos negamos a dar un poco de nuestro tiempo para visitar a ese vecino enfermo, que es un incordio, y que vive en una profunda soledad.


  Bien nos conocía san Pablo cuando nos recordaba en su carta a los Corintos: que ya podemos hablar lenguas, profetizar y conocer todas las ciencias; tener fe como para mover montañas y repartir todos nuestros bienes, pero si no tenemos caridad no somos nada. Porque la caridad es ese amor sin medida, reflejo del amor divino que se desborda en el olvido de uno mismo por nuestro prójimo.
Cierto que cumplir los preceptos de Dios es una obligación; pero una obligación que es consecuencia de una libertad enamorada que necesita reencontrarse con su Amor en el servicio a los demás.