1 de febrero de 2013

¡Al fin te encontré!

Viví, durante muchos años, aspectos de la religión que no conformaban un hecho unitario. Compartí una época, en que la dimensión social y cultural del hecho religioso, formaba parte de nuestra vida cotidiana. Seguíamos las costumbres y tradiciones, que nos diferenciaban de muchos países europeos, con una actitud de reverencia que no siempre se correspondía con una dimensión personal de respuesta exigente.
Pensaba ¡que duda cabe!, ya que me eduqué en un colegio religioso, que existía un ser superior, pero pensaba que estaba lejos… muy lejos; y me era difícil y cansado encontrar un lugar de encuentro mutuo.


Una tarde de sábado, paseando por la ladera de la montaña que linda un entorno privilegiado de la Garrotxa, en Gerona, me senté en unas piedras que parecían un mirador, abierto al entorno; y contemplé, con ojos cansados, el paisaje que la naturaleza me ofrecía. Es difícil describir la belleza y el color que el otoño puede brindar a nuestros sentidos. Ningún pintor hubiera podido encontrar, en su paleta, tantas tonalidades diferentes con las que se revestían las hojas de los árboles. Desde los marrones intensos hasta los ocres suaves, daban al bosque una riqueza cromática característica.
Había un profundo silencio, que sólo era interrumpido por la brisa del viento al acariciar las copas que coronaban las encinas.
Desde lo alto de la montaña, un águila planeaba, oteando el horizonte; y el sol, poco a poco, buscaba el ocaso regalando los últimos rayos a un cielo, donde comenzaban a entreverse algunas estrellas.
Cerré los ojos y escuché… Mis sentidos estaban plagados de sensaciones que me enfrentaban a mi pequeñez, a mi limitación. Recordé unas palabras que alguien me dijo un día sobre el azar.
“- Es imposible que soltando encima de una mesa un montón de letras, se pueda elaborar ni un pequeño párrafo del Quijote- “. Aquí ocurría lo mismo; alguien tenía que haber organizado ese entorno que me rodeaba y conseguía darme la sensación de paz y plenitud que en otros lugares no encontraba. Nadie da lo que no tiene, por tanto lo bello tenía que partir de la Belleza, no de la casualidad.
Me di cuenta, que como siempre, estaba razonando un hecho que me resultaba satisfactorio, pero que a su vez me intranquilizaba, porque me habría a nuevas preguntas.
Me levanté, y echando una última ojeada al paisaje, que ya comenzaba a cubrir la oscuridad, me fui.


Durante los días que siguieron, recordé muchas veces el sentimiento que tuve aquella tarde de fin de semana; pero en realidad, no deseaba indagar porqué el silencio que sentí me pareció tan lleno de palabras.
  Recibí una invitación para asistir a un acto, del que me es muy difícil prescindir, aunque vaya cargada de faena: la ópera. He estado en muchas representaciones líricas y puedo decir que casi todas las he disfrutado con satisfacción. Pero aquella noche fue distinto; o tal vez, lo verdaderamente diferente, visto con la perspectiva del tiempo, fue la actitud de apertura espiritual hacia todo aquello que otras veces tenía el sello de la normalidad.
Desde que el director elevó la batuta y los músicos comenzaron la sinfonía, supe que aquella representación no iba a ser igual… La voz de la soprano, acompañada de los violines; el tenor, al son del piano y el coro, que inundaba junto con la orquesta hasta el último rincón del teatro, hicieron que mi piel se erizara, con una sensación que entrando por el oído inundaba todo mi cuerpo, para terminar descansando en los recovecos de mi alma. Y mi mente voló, transcendiendo el momento y olvidando todo lo que me rodeaba, para de una forma comparativa, darme cuenta de que cuando alguien es capaz de elaborar una melodía magistral, que es pura armonía, consiguiendo elevar el espíritu, no puede ser considerado como un eslabón más de la cadena evolutiva.


Regresé a casa con una inquietud difícil de describir; pudiéndose encuadrar dentro del gozo, la duda y el miedo.
Al día siguiente me desperté temprano, como de costumbre, y con mi primera taza de café matinal, salí a la terraza. Vivo justo enfrente del mar, de ese Mediterráneo que tantas veces había contemplado. Por la línea del horizonte comenzaba a asomar el sol, dando paso a una luz que me permitía mirar, lo que otras veces me contenté con ver. Sin dudarlo, me vestí y sin dar explicaciones salí con rapidez hacia un oratorio cercano a mi lugar de residencia. Al cruzar el umbral, tuve la sensación de que me encontraba en un edificio distinto… Ya no eran las paredes habituales, donde descansaban imágenes profusamente policromadas; ni me parecía la misma capilla en la que cumplía con el precepto dominical. No; era la percepción de que estaba en un lugar sagrado, revestido de un carácter peculiar. Me senté en un banco de la segunda fila y observé el pequeño Sagrario, iluminado por una tenue bombilla; y volví a escuchar el silencio, ese mismo silencio que me habló en la montaña y observé, con los ojos del alma, esa belleza que todo lo embarga, emanando de un Dios escondido a la espera de que mi voluntad quisiera encontrarlo. Y supe, que a partir de ese momento, ya todo sería diferente.


Ha pasado mucho tiempo desde que me enfrenté a mi propio destino e intuí, tal vez de forma confusa, que había una realidad próxima que me superaba y era desconocida, hasta entonces, para mí. Tiempo, que me ha servido para darme cuenta, de que esas experiencias religiosas no son el final de una serie de sensaciones espirituales; sino, muy al contrario, el principio de un camino con luces y sombras, que me exige buscar las respuestas a las preguntas de una realidad última; orientando, con timón firme, el barco de mi vida hacia el faro que nos alumbra, cuando las tinieblas cubren la ruta de regreso.
Las cosas no han cambiado; pero son totalmente distintas, porque las veo a través del regalo de la fe. Todas aquellas manifestaciones de la realidad, que en un momento transcendieron ante mí, me han ayudado a conocer muchas características de Dios. Ahora se, con certeza, que El es la Belleza, la Armonía, la Bondad…que en tantos lugares busqué; porque el mundo tiene el sello impreso del que ha sido su Creador.
Y me parece mentira que haya tardado tanto en darme cuenta, de que una de las propiedades que caracterizan en el hombre la semejanza con su Dios, es justamente, la inmensa capacidad de llegar a descubrirlo.