Los libros
proféticos no fueron escritos de un tirón, sino que, como la mayoría de los
libros bíblicos, tuvieron un proceso de redacción hasta llegar a la forma
definitiva que se nos ha transmitido en el canon. Cada libro profético, sin
embargo, tiene mucho que ver con el personaje que lleva su nombre: primero
porque contiene a grandes rasgos su doctrina, pero además, porque se sabe que
algunas secciones fueron escritas directamente por el profeta o por su
amanuense, como sucedió en el caso de Baruc que escribió al dictado de
Jeremías. Tal vez, y como es lógico, nunca sabremos si cada palabra es original
del profeta; pero sí podemos asegurar que cada libro, en su conjunto, pertenece
al profeta original o al círculo de sus discípulos. Se podría matizar que, como
regla general, una parte corresponde al profeta, otra ha sido elaborada por los
discípulos y la estructura literaria es obra de un último redactor. Pero todo
ello con la seguridad de que todo ese proceso ha sido realizado bajo la inspiración del Espíritu Santo, su autor
principal.
Las líneas del propio profeta son aquellas secciones poéticas
de fuerza expresiva, como son, por ejemplo, los oráculos de Amós, las
“confesiones” de Jeremías, gran parte del “libro del Enmanuel” de Isaías y
otras muchas que ya iremos especificando. A los discípulos de los profetas se
les asignó la labor fundamental de recopilar y seleccionar los oráculos más
relevantes, darles forma literaria, redactar las partes biográficas en tercera
persona, poner por escrito las visiones y las acciones simbólicas;
prolongándose este trabajo durante un largo periodo de tiempo. Y el redactor
final fue el que le dio la unidad al libro, actualizando el mensaje. En algunos
casos, dicho redactor ha recopilado y reordenado oráculos que, sin ser del
profeta original, contenían un mensaje coherente con la parte más antigua, así
podía haber ocurrido con el libro de Isaías que abarca oráculos de épocas
diferentes, pero organizados de tal modo que llegaron a constituir una obra
bien trabajada y dotada de unidad literaria, comunicándole una orientación
doctrinal determinada.
Desde el punto de
vista literario, los libros proféticos se diferencian del resto porque
conservan los modos específicos de proclamación pública: el profeta,
ordinariamente se dirige a sus oyentes en voz alta, con intención de
conmoverles y de orientar su conducta. Por tanto, el modo habitual de expresión
profética es el oráculo, es decir, la declaración solemne en nombre de Dios que
lleva implícita una condena o una promesa de salvación; y que podía ir dirigida
a una persona determinada, o más frecuentemente, a un grupo o nación entera. A
los oráculos de salvación, pertenecían los oráculos mesiánicos y gran parte de
los escatológicos; encontrando también oráculos procesales o judiciales en los
que literalmente se entabla un proceso entre Dios y el pueblo para poner de
manifiesto los motivos del castigo divino. Además de oráculos, los libros
proféticos contienen canciones, himnos, cartas, instrucciones sapienciales,
etc.
Casi todos los profetas escritores utilizaron
acciones simbólicas -un tipo de
mímica- para hacer más comprensible su
mensaje: Oseas hizo de su matrimonio expresión del amor de Dios a su pueblo;
Elías derramó agua sobre las víctimas del Carmelo para implorar la lluvia; y
Jeremías realizó un montón de acciones simbólicas, no siempre fáciles de
entender.
El mensaje profético
abarca, en su conjunto, todo el depósito de la fe de Israel, pero cada profeta
subraya y desarrolla los aspectos doctrinales que eran más necesarios para sus
contemporáneos. No eran las mismas preocupaciones las que tenía Amós en el
siglo VIII a. C. que las de Ageo y Zacarías al final del siglo VI a. C. Pero a
pesar de todo ello, hay tres puntos en los que todos los profetas insisten con
más o menos intensidad: el monoteísmo, el mesianismo y la doctrina moral y
social. Repasémoslos un poco:
·
Monoteísmo:
Es el tema más importante de los oráculos proféticos, la fe en un Dios único. No
hay otro Dios que el Señor, donde Él es soberano absoluto de la historia, donde
otorga la victoria o la derrota, la soberanía o el destierro, orientándolo todo
a conseguir que los suyos vuelvan a Él, teniendo con Israel una relación
particular a través de la Alianza. Recuerdan que Dios es santo, trascendente y
la santidad del pueblo consiste en participar de la de su Dios; interpretando
el castigo como parte de su relación, donde el Señor no tiene más remedio que
ejercitarlo si Israel no cumple las exigencias de su elección, rehabilitándole,
ante su arrepentimiento, y poniendo de nuevo en orden su relación con él.
·
El Mesianismo:
La esperanza mesiánica es la verdadera espina dorsal de los libros proféticos.
Surge de la profecía de Natán, para expresar su idea de que la salvación viene
al pueblo a través de la dinastía davídica, mediante un descendiente de David
(mesianismo Real) proyectando al futuro la idea mesiánica y fomentando la
esperanza en la próxima venida del “elegido del Señor”. Isaías, Miqueas y
Jeremías hacen claras referencias a la dinastía davídica, de la que surgirá un
vástago que reinará con la justicia del Señor; comportándose como verdadero
Hijo de Dios, no como los reyes que habían conocido. Para los profetas de la
época de la deportación y la restauración, la salvación vendrá a través del pueblo
o de uno nacido en él; un siervo del Señor que asumirá obedientemente el
castigo de todos. Los profetas post-exílicos hacen una espiritualización del
mesianismo que encuadran en una doctrina escatológica con el convencimiento de
que Dios llevará a cabo su obra salvífica a través de Israel, ya que Dios mismo
vendrá a reinar sobre la tierra; dando testimonio el libro de Daniel de que
será el Hijo del Hombre, un personaje humilde, al que Dios otorgará un reino
eterno y universal como esperanza de salvación. Es en el Nuevo Testamento donde
se reconoce a Jesús como el verdadero Mesías, asumiendo y trascendiendo toda la
línea mesiánica que desarrollaron los profetas: es descendiente de David, juzga
y salva al mundo, es el Hijo del Hombre y asume la figura del Siervo de Isaías
para traer la salvación definitiva y universal a los hombres.
·
Doctrina moral y social: Los profetas, en particular los anteriores al
destierro, insistieron en las exigencias sociales de la fe; exhortando
repetidas veces - como heraldos de la
doctrina sobre la elección y la Alianza-
en cumplir las obligaciones que de ellas se derivaban. Con especial
crudeza denunciaron la opresión de quienes gobernaban, y proclamaron la
predilección divina por los “pobres del Señor” sin considerar la pobreza
material como algo deseable, ni mucho menos como un ideal. El pobre no es justo
por su carencia de medios, pero es especialmente querido por Dios, cuando su
situación es el resultado de la injusticia de los poderosos y adinerados. Esa pobreza, fruto de la injusticia,
es la que los profetas quieren corregir, y por ello gritan, una y otra vez, que
la justicia y la santidad son exigencias ineludibles de la Alianza. Los
profetas exigen un corazón limpio por encima de actos externos, y a partir de
Jeremías y Ezequiel insisten en la responsabilidad personal: cada cual cargará
con las consecuencias de la responsabilidad de sus propios pecados, sin culpar de ellos a los
antepasados. Y finalmente, insisten en rectificar y purificar el culto,
reflejando la preocupación de los profetas por la adoración y el respeto debido
a Dios. Un pueblo que se aproxima al Señor con los sacrificios y lo confiesa
con la liturgia, no puede después negarlo con las costumbres depravadas e
injustas.
A parte de los
Salmos, de todos los libros del Antiguo Testamento, los proféticos son los que
están más presentes en el Nuevo; bien a través de citas explícitas o de
alusiones fácilmente detectables. Contienen un mensaje de esperanza y anuncian
la salvación definitiva del género humano que se ha cumplido en Jesús, en su
Persona, en sus acciones y en sus palabras; del mismo modo, el Nuevo Testamento
aclarará el sentido profundo de algunos textos, aplicándolos a la figura de
Jesucristo: en la Sinagoga de Nazaret, después de leer Is 61,1 es el mismo
Jesús el que proclama abiertamente: “Hoy se ha cumplido esta escritura que
acabáis de oír”. Es decir, que en el fondo de los oráculos descansa un sentido
cristiano y cristológico.
También en el Nuevo Testamento se da
cumplimiento a las profecías, entendiendo que Jesús es la culminación de la
histórica de la redención y que en Él se han cumplido las promesas antiguas,
alcanzando la plenitud de la salvación que los profetas sólo habían podido
vislumbrar. Como han sido, por ejemplo, la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén sobre un borrico; el abandono de los discípulos en el huerto de los
Olivos; la compra del alfarero con las 30 monedas de la traición; el reparto de
las vestiduras de Jesús; la lanzada en el costado y, en bloque, todo el proceso
ignominioso de la Pasión.
Por eso, todos los
libros proféticos reciben en el Nuevo Testamento una confirmación de la fe, que
ya san Pablo, en el primer credo a la carta a los Corintios, repetía
confirmando lo que los profetas habían anunciado: “Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día, según
las Escrituras…” Por eso las
escrituras confirman la resurrección de Jesús, según lo anunciado por los
profetas, entre ellos Oseas e Isaías. San Ireneo de Lyon nos recordó que la
profecía traspasa el límite del significado de los términos y por referirse a
Cristo y a la Iglesia, alcanza su plenitud cuando se hace realidad.