2 de septiembre de 2013

¡Hemos sido invitados!



Evangelio según San Lucas 14,1.7-14.


Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente.
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola:
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú,
y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados.
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Después dijo al que lo había invitado: "Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa.
Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos.
¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!".



COMENTARIO:

  Jesús aprovecha, como siempre, el marco de esta comida a la que ha sido invitado –y que nos transmite san Lucas- para proporcionarnos varias enseñanzas. La primera es, justamente, la posibilidad de adoctrinar en el mensaje cristiano a través de todas las circunstancias y lugares de nuestra vida. Hasta en una comida distendida con amigos, o compartiendo momentos de ocio y diversión con nuestros hermanos; porque todo momento es bueno para recordar la práctica de la virtud y la necesidad de huir del error, asumiendo la felicidad que comporta la aceptación de la Verdad en nuestro encuentro con Cristo.

  Aquí, el Maestro desarrolla una lección sobre la importancia de la humildad. Porque sólo el que es humilde es capaz de conocerse a sí mismo en sus miserias y sus fracasos; en esa debilidad que le permite entender que todo lo que hay de bueno en nosotros, proviene de la fuerza de la Gracia: proviene de Dios. Y ser valientes para aceptar esa realidad, es el primer paso para asumir que los demás pueden tratarnos con menosprecio, o si queréis, con poco aprecio; y eso nunca será motivo suficiente para que nos sintamos ofendidos en lo más íntimo de nuestro ser.

  El propio Cristo, el Rey de Reyes, caminará en el silencio de su humanidad, donde será considerado un delincuente político, religioso: un paria social. Él, el más santo de los hombres, acepta en su discreción la voluntad divina y es, a los ojos de los hombres, reo del capricho de aquellos que, en su soberbia, se consideran por encima de todo, dueños del bien y del mal. Ese es el resumen de Cristo para nosotros: el valor del ser humano es inmenso y sólo lo conoce y lo mide, Aquel que se lo da, el propio Dios; todo lo demás son apariencias.

  Pero Jesús sigue enseñándonos con la imagen que saca del Banquete, aunque esta vez no nos habla del invitado sino del que invita. Y nos recuerda que las virtudes, como los vicios, nunca vienen solos; que  aquel que es humilde será a su vez, caritativo, porque cuando ha reconocido en sí mismo su pequeñez, no hará acepción de personas. Que hemos de acercar a la mesa del Banquete Eucarístico a todos aquellos hermanos que forman con nosotros, la humanidad. No sólo con los que compartimos la fe, la alegría de la Palabra, sino con todos aquellos que nos son incómodos porque permanecen ciegos a los planes de Dios o sordos a la transmisión de su Evangelio. Nosotros también fuimos uno de ellos, hasta que la paciencia y el amor de nuestros hermanos, superó nuestra reticencia. Hemos de rezar por ellos, como otros rezaron al Padre por nosotros. Hemos de estar dispuestos a tender nuestra mano a aquellos que no desean aceptarla, porque Cristo murió por todos: los que estaban a sus pies llorando, y los que le insultaban, increpándole en la cruz. El Señor nos envía a los que nos necesitan, aunque no lo sepan; y aunque no sean unos cómodos compañeros de viaje. El Señor nos envía a servir y a ser fieles cumplidores de su voluntad divina, aunque a veces no se identifique con la nuestra.