7 de septiembre de 2013

¡La renovación de la Gracia!



Evangelio según San Lucas 5,33-39.

Luego le dijeron: "Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben".
Jesús les contestó: "¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos?
Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar".
Les hizo además esta comparación: "Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más.
¡A vino nuevo, odres nuevos!
Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor".



COMENTARIO:



  Para entender este Evangelio de san Lucas, hay que conocer la importancia que tenía, para los israelitas piadosos, la prescripción de los días de ayuno que estaban referidos en los libros del Antiguo Testamento. Uno de los días más señalados era el “Día de la Expiación”, el Yôm-Kippûr, donde el Señor había dictado a su pueblo una ley en la cual el día diez del mes séptimo, todos los judíos deberían hacer penitencia y no harían trabajo alguno. Y ese día, a través del ayuno penitencial y la oración, el pueblo expiaría sus faltas y quedaría purificado,  limpiando sus pecados delante del Señor. También Moisés, como nos cuenta el Libro del Éxodo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches para prepararse y poder escribir sobre las tablas, las palabras divinas de la Alianza: los Diez Mandamientos.



  Los fariseos observaban que el Maestro y sus discípulos, al contrario que los de Juan el Bautista, no guardaban fielmente estas prescripciones; como tampoco guardaban otras que prescribían las antiguas tradiciones. Jesús, ante ello, intentó explicarles que todas las normas inscritas en la Ley, habían sido iluminadas con su presencia; porque sólo en su presencia es donde esos términos reciben su verdadero sentido. Ni mucho menos el Señor intenta abrogar el ayuno; ya que hemos de recordar que cuando se preparaba para soportar el sufrimiento –físico y moral- al que su humanidad iba a tener que hacer frente para llevar a cabo su misión redentora, separándose de todos y en la soledad del desierto, ayunó cuarenta días y cuarenta noches, como hizo Moisés. Simplemente, y como hará con toda la Ley, expresa Jesús, con sus palabras y sus actos, que su doctrina llama a una verdadera penitencia interior; a una renovación donde se comprende que ayunar no consiste solamente en la abstinencia de alimentos corporales, sino también en la lucha del alma por apartar de sí todo aquello que es superfluo y que dificulta la verdadera unión con Dios. Privamos al cuerpo, por amor al Padre, de aquello que no es necesario; e intentamos alejar del espíritu la iniquidad y la maledicencia, con la que habitualmente congeniamos.



  Pero esa práctica penitencial y expiatoria, que debe ser voluntaria e íntima, está fuera de lugar ante la alegría que supone la presencia del Hijo de Dios en el mundo. Advierte el Señor que ya vendrán los momentos en los que, con su verdadero significado, sus discípulos ayunarán; pero ahora, es imposible compungirse cuando gozan a su lado de la presencia de Dios encarnado. El corazón se alegra con la contemplación divina que dispone al mundo para que su doctrina sea recibida por odres nuevos, renovados en la fe y la Gracia, que saben apreciar en Cristo el cumplimiento de las promesas de la Escritura Santa.



  Con Jesús se han hecho realidad aquellos tiempos mesiánicos que preparaban lo que ya está listo, donde esperaban lo que ya se ha hecho presente. Por eso la llegada de Nuestro Señor ha sido motivo, para todos sus discípulos -los de ayer, hoy y mañana-de gozo y fiesta; de alegría inusitada que los Apóstoles participarán, hasta que estén listos para sobrellevar la ausencia de ese Maestro que compartía con ellos los caminos de Palestina y los instruía en el verdadero sentido de la Ley de Dios. Hasta que estén dispuestos para entregarse a sí mismos, con la alegría de la fe, en el sacrificio testimonial de su martirio.