Evangelio según San Lucas 5,33-39.
Luego le dijeron: "Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben".
Jesús les contestó: "¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos?
Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar".
Les hizo además esta comparación: "Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más.
¡A vino nuevo, odres nuevos!
Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor".
COMENTARIO:
Para entender
este Evangelio de san Lucas, hay que conocer la importancia que tenía, para los
israelitas piadosos, la prescripción de los días de ayuno que estaban referidos
en los libros del Antiguo Testamento. Uno de los días más señalados era el “Día
de la Expiación”, el Yôm-Kippûr, donde el Señor había dictado a su pueblo una
ley en la cual el día diez del mes séptimo, todos los judíos deberían hacer
penitencia y no harían trabajo alguno. Y ese día, a través del ayuno
penitencial y la oración, el pueblo expiaría sus faltas y quedaría purificado, limpiando sus pecados delante del Señor.
También Moisés, como nos cuenta el Libro del Éxodo, ayunó cuarenta días y
cuarenta noches para prepararse y poder escribir sobre las tablas, las palabras
divinas de la Alianza: los Diez Mandamientos.
Los fariseos
observaban que el Maestro y sus discípulos, al contrario que los de Juan el
Bautista, no guardaban fielmente estas prescripciones; como tampoco guardaban
otras que prescribían las antiguas tradiciones. Jesús, ante ello, intentó
explicarles que todas las normas inscritas en la Ley, habían sido iluminadas
con su presencia; porque sólo en su presencia es donde esos términos reciben su
verdadero sentido. Ni mucho menos el Señor intenta abrogar el ayuno; ya que
hemos de recordar que cuando se preparaba para soportar el sufrimiento
–físico y moral- al que su humanidad iba a tener que hacer frente para llevar a
cabo su misión redentora, separándose de todos y en la soledad del desierto,
ayunó cuarenta días y cuarenta noches, como hizo Moisés. Simplemente, y como
hará con toda la Ley, expresa Jesús, con sus palabras y sus actos, que su
doctrina llama a una verdadera penitencia interior; a una renovación donde se
comprende que ayunar no consiste solamente en la abstinencia de alimentos
corporales, sino también en la lucha del alma por apartar de sí todo aquello que
es superfluo y que dificulta la verdadera unión con Dios. Privamos al cuerpo,
por amor al Padre, de aquello que no es necesario; e intentamos alejar del
espíritu la iniquidad y la maledicencia, con la que habitualmente congeniamos.
Pero esa
práctica penitencial y expiatoria, que debe ser voluntaria e íntima, está fuera
de lugar ante la alegría que supone la presencia del Hijo de Dios en el mundo.
Advierte el Señor que ya vendrán los momentos en los que, con su verdadero
significado, sus discípulos ayunarán; pero ahora, es imposible compungirse
cuando gozan a su lado de la presencia de Dios encarnado. El corazón se alegra con
la contemplación divina que dispone al mundo para que su doctrina sea recibida
por odres nuevos, renovados en la fe y la Gracia, que saben apreciar en Cristo
el cumplimiento de las promesas de la Escritura Santa.
Con Jesús se
han hecho realidad aquellos tiempos mesiánicos que preparaban lo que ya está
listo, donde esperaban lo que ya se ha hecho presente. Por eso la llegada de
Nuestro Señor ha sido motivo, para todos sus discípulos -los de ayer, hoy y mañana-de gozo y fiesta; de
alegría inusitada que los Apóstoles participarán, hasta que estén listos para
sobrellevar la ausencia de ese Maestro que compartía con ellos los caminos de
Palestina y los instruía en el verdadero sentido de la Ley de Dios. Hasta que
estén dispuestos para entregarse a sí mismos, con la alegría de la fe, en el
sacrificio testimonial de su martirio.