LIBROS
PROFÉTICOS.
Los libros proféticos del canon bíblico son
dieciséis: los 4 llamados mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y los
12 menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc,
Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías) .La distinción entre mayores y menores
obedece únicamente a razones de extensión, ya que mientras cada uno de los
mayores estaba escrito en un rollo de pergamino, todos los menores estaban
recogidos en otro: el Rollo de los Doce Profetas.
En el canon cristiano, a diferencia del
judío, se atiende a la historia de la salvación y por ello los profetas
posteriores, que se consideran predominantemente orientados a un futuro
esperanzador, que se cumple en Jesucristo, ocupan los últimos puestos del
canon; incluyéndose entre ellos el libro de Daniel que tiene horizontes
escatológicos. Tanto la tradición judía como la cristiana han tenido una
especial estima de estos libros, ya que el profetismo es un componente
específico del legado religioso del antiguo Israel; por el cual se escuchaba la
palabra de Dios dirigida a su pueblo, mediante los oráculos de los profetas. Y
justamente porque lo que vamos a observar son las palabras inspiradas por Dios
a los profetas, creo que es conveniente dar unos ligeros conocimientos de lo
que era el profetismo en el antiguo
Israel.
La palabra profeta viene del griego
“pro-phetes” que significa hablar en nombre de alguien, especialmente de una
divinidad; nada que ver, como veréis, con el adivino o agorero vaticinador que
en griego se llama “mantis”.El término hebreo correspondiente a profeta es
“nabi” y se encuentra dentro del lenguaje religioso al que estaba muy unido; de
ahí que en la Biblia, el término profeta y sus derivados -profecía, profetizar, etc.- abarquen un campo de amplio significado pero
con un denominador común de ser portavoces de Dios, de hablar en su nombre. Y
eso no está sólo relacionado con las personas, sino también con aquellos textos
inspirados que anunciaban al Mesías
-como nos recuerda el Nuevo Testamento que considera profético a todo el
Antiguo-.
Las formas de recibir el mensaje divino son
múltiples: unas extraordinarias -como
visiones, sueños, éxtasis, etc.- y otras
ordinarias -como la propia experiencia
del profeta, su perspicacia para percibir detalles, etc.-. Santo Tomás de
Aquino distingue en la profecía cuatro tipos, según el modo de recibir los
datos: por vía intelectual, por vía imaginativa, por visión infusa o por visión
natural; deduciendo que el don de la profecía no es permanente, ya que una
persona puede ser elegida para pronunciar un oráculo determinado y no volver a
hablar en nombre de Dios.
Si recordamos, el profetismo como
institución propia de Israel nace en los albores de la monarquía, al calor de
los Templos, donde los israelitas acudían a solucionar sus problemas y a
consultar qué quería el Señor de ellos. Samuel, que ejerció esa función en el
Templo de Siló, es considerado el profeta más antiguo, ensalzándolo la
tradición posterior como intercesor, transmisor de la palabra de Dios, promotor
de las instituciones de Israel y como el primer mensajero de los tiempos
mesiánicos. Él es profeta porque interpreta el querer de Dios para el pueblo
entero, o para una persona elegida por el Señor para desempeñar un cometido
importante: Samuel fue el que ungió a Saúl y David, indicando como había de ser
la monarquía; y tras él, el profeta de Israel tendrá la función pública de
transmitir la voluntad de Dios en momentos decisivos.
Hubieron unos profetas del Templo, y otros
que ejercieron en algún momento la profecía, como Gad y Natán, que vivieron en
la corte y fueron profetas del rey David. Otros, como Ajías de Siló; Jehú y
Miqueas, hijo de Yimlá, fueron profetas cortesanos en el Reino del Norte, donde
ese profetismo se dio con más frecuencia. Siempre hubieron profetas que
ejercieron su ministerio de forma estable en los Templos de Jericó, Guilgal o
Betel; y merecen mención particular los profetas llamados carismáticos, que no
estaban relacionados con la corte ni con el Templo, y que tuvieron actuaciones
de gran importancia para la vida del pueblo de Israel, como fueron Elías y
Eliseo que desempeñaron su ministerio profético en el siglo IX a. C. e
influyeron poderosamente en la política de su época y en la purificación de la
religión de Israel.
De todos estos profetas se nos han
transmitido algunos oráculos y bastantes intervenciones, pero no se les han
atribuido textos escritos. A partir de la caída de Samaría (722 a. C.) apenas
hubieron profetas no escritores, o si los hubo, no tuvieron influencia notable.
En cambio, nos encontramos con “profetas escritores” cuya característica propia
ha sido que sus visiones, oráculos, acciones y todo aquello que constituía,
como heraldos de Dios, su actividad profética ha sido puesto por escrito;
pasando a formar parte del canon bíblico. Muchos de estos personajes ejercieron
su función como los profetas mencionados más arriba, otros quizá nunca
predicaron y hasta es posible que algunos, como Malaquías, sólo sea un
pseudónimo del libro que lleva su nombre. En todo caso, los libros
proféticos -lo mismo que el resto de la
Sagrada Escritura- tienen su autoridad
porque están escritos por inspiración del Espíritu Santo, teniendo a Dios como
autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia; pudiendo tratarse
indistintamente de profetas o libros proféticos. Por orden cronológico son los
siguientes: Amós, Oseas, Isaías y Miqueas en el siglo VIII a. C.; Nahum,
Sofonías, Habacuc y Jeremías en los siglos VII-VI a. C.; Ezequiel en el VI a.
C. De la época persa son Ageo, Zacarías y Malaquías; y de una época tardía
difícil de determinar: Joel, Abdías y Jonás. El libro de Daniel fue escrito,
probablemente, poco antes del 165 a. C.
En el Nuevo Testamento, Jesús es el máximo y
definitivo enviado de Dios y Palabra eterna del Padre y por ello la Iglesia,
como san Lucas, le confiesa el Gran Profeta que proclamó el Reino del Padre,
cumpliendo su misión profética hasta la plena manifestación de su gloria.
También, en el libro sagrado, reaparece la seguridad de que en la época
mesiánica volverá a aparecer la profecía y por ello aplicaron el título de
profeta a personajes como Ana -profetisa
del Templo- o Juan el Bautista -que tuvo un papel destacado en anunciar que
los tiempos mesiánicos habían llegado ya-
.
San Pablo, alaba el don de la profecía que se
manifestaba en las asambleas litúrgicas, señalando que era bueno aspirar a él
porque edificaba a toda la comunidad cristiana. No obstante, también se
inquirió a los dirigentes de las comunidades para que estuvieran atentos contra
los falsos profetas que podían introducir doctrinas erróneas con la excusa de
ser portavoces de Dios. El don de la profecía no se ha apagado en la Iglesia,
ya que todo bautizado, como todo el pueblo santo, difunde su testimonio por la
vida de fe y esperanza, ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza y el fruto
de los labios que bendice su nombre.