18 de septiembre de 2013

¡Se nos pide misericordia!



Evangelio según San Lucas 7,11-17.


En seguida, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud.
Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba.
Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores".
Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno, levántate".
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo".
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.


COMENTARIO:

  Como hemos dicho muchas veces, el Evangelio de Lucas ha sido llamado el de la misericordia, porque entre sus líneas se puede observar, mejor que  en ningún otro, cómo el Señor era incapaz de pasar indiferente ante el dolor humano. Aquí observamos un milagro que llama la atención porque, a diferencia de otros, no contiene ni una súplica ni una petición; solamente la percepción de Jesús ante el sufrimiento de aquella viuda, que ha visto morir al hijo de sus entrañas. Podría haber pasado de largo, o esperar a que la mujer, al conocerlo, le elevara una petición. Pero el Maestro toma la iniciativa, porque le duelen en el alma las lágrimas de aquella madre que se ha quedado sola en esta vida. Por eso, primero la consuela y, posteriormente, manifiesta su poder devolviéndole la vida a su hijo.

  El Señor, con su actitud, nos transmite una lección no sólo de amor, sino de empatía. A cada uno de nosotros, que nos movemos como cristianos en medio del mundo, nos pide Jesús que estemos pendientes de los sentimientos de nuestros hermanos. De aquellos que esconden sus problemas, en la tristeza de sus ojos; de los otros, que viven la soledad de relaciones rotas; y de los muchos que pasan inquietudes económicas o laborales. Hemos de estar pendientes de esbozar una sonrisa, regalarles nuestro tiempo o compartir nuestros bienes. Con nuestro ejemplo y nuestras palabras, dichas sin miedo y con valor, el Señor se hará presente en la vida de los demás. No sabemos por qué, pero Dios nos ha escogido para ser medio de evangelización; recordando que en la pedagogía divina el Señor nos enseña con la Palabra, pero también con los hechos que la confirman. Jesús sintió pena de la mujer, pero no se quedó sólo con ese sentimiento, sino que actuó solventando el problema que lo causaba: devolvió la vida a su hijo. Evidentemente, nosotros no podremos hacer tanto; pero sí que podemos rezar para que el corazón misericordioso de Cristo se apiade, les consuele y les devuelva la esperanza. También observamos como el Maestro le dice a la mujer, que no llore; porque al lado de Jesús, que ha venido a traer la alegría y la paz, todo toma sentido y ya nada es lo que parece, pues la lógica de Dios nada tiene que ver con la nuestra.

  Nos dice el párrafo que los hombres que rodeaban a Jesús, en cuanto vieron el milagro, alabaron al Señor reconociendo que Dios había visitado a su pueblo. Ninguno de ellos era consciente, en realidad, de la verdad y la profundidad de sus comentarios; pero sus voces exteriorizaron el cumplimiento de las palabras del Génesis, cuando Dios prometió a nuestros primeros padres que les enviaría un Salvador. Efectivamente, en Cristo, Dios hecho Hombre no sólo ha visitado a su pueblo, sino que ha venido a salvarlo asumiendo libremente nuestras culpas y entregando su vida, para devolvernos la nuestra.

  Esos mismos hombres, nos dice el Evangelio, que alabaron al Señor por miedo a su poder. Muchos de nosotros, tal vez, cumplimos como cristianos porque estamos convencidos de que nuestros actos serán meritorios de premio o castigo. Pero Jesús nos llama desde su corazón misericordioso, para que rectifiquemos la intención y nos movamos únicamente por la correspondencia de su amor. Es imposible conocer la vida de Cristo, seguirle por esos caminos de Palestina, descansar con Él en el Huerto de los Olivos, y llorar a sus pies en el Monte Calvario, sin experimentar que el amor nos inunda y nos duelen nuestras infidelidades; no porque pueda castigarnos, sino por no ser capaces de responder a su amor infinito.

  Y termina el párrafo con el comentario de que el milagro corrió por toda Judea y sus alrededores. Hoy, igual que entonces, seguimos observando hechos sobrenaturales que, aunque nos esforcemos, no puede explicarlos la casualidad. La diferencia es que, en estos momentos, los cristianos tenemos miedo y vergüenza de dar testimonio de esa realidad. Tal vez si hiciéramos como aquellos hombres de la Iglesia primitiva, a los que no fueron capaces de acallar ni la persecución ni el dolor infringido, también seríamos, como ellos, capaces de convertir un mundo pagano en un lugar abierto a la bondad y la verdad divina.