16 de septiembre de 2013

¡Dios es, de verdad, nuestro Padre!



Evangelio según San Lucas 15,1-32.



Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
"Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría,
y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".
Y les dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte".
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.  El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas es uno de los más significativos, porque Jesús quiere demostrarnos, con las palabras que se convierten en hechos, hasta donde alcanza la misericordia divina. Ante todo, me maravilla como el Señor, al ver que aquellos que se acercaban a Él eran cobradores de impuestos y gente de mala fama, intenta que se sientan acogidos y comprendan que en su corazón no hay acepción de personas. Que, como demostrará entregando su vida, llama a santos y pecadores; pobres y ricos; enfermos y sanos. Que su preocupación es la salvación de todos los hombres y, para que esto les quede claro, les narra una de las parábolas más bellas de la Escritura Santa.

  Sobresale, en su explicación, la grandeza y la misericordia infinita de Dios que se ve personalizada en los rasgos y las acciones del padre. También veremos como Jesús, en la misma, le da un relieve inmenso al hecho de la conversión que, junto al amor divino, es manifestado en la actitud del hijo pecador. Ese hijo que, fascinado por una libertad ilusoria, abandona la casa paterna y comprueba, con tristeza, que esa decisión sólo le ha llevado a la miseria extrema y a la pérdida de dignidad, viéndose humillado y obligado a vivir como el peor de los siervos de su padre. No hay que olvidar que para un judío no había nada más horrible que apacentar cerdos, que eran animales considerados impuros.

  Pero ese hijo, a pesar de sus errores y sus traiciones, conoce a su padre y es capaz de pararse a reflexionar sobre los bienes que ha perdido; sobre quién era, y en qué se ha convertido. Y, desde el dolor del corazón por el daño que ha infringido, doblegando su orgullo, se arrepiente declarándose culpable y, con valor, decide regresar. Ante esa actitud, simplemente por el hecho de determinar retornar a los brazos de su padre, es el propio padre el que sale a recibirlo, indicándole que desde que se fue ha estado esperando su vuelta. Que ha recorrido mil veces el camino que los separaba, a la espera de verlo aparecer por la lejanía.

  Como veréis, la parábola se explica por sí sola, de una manera totalmente gráfica. Nuestro Dios ha recorrido, hecho Hombre, el camino por el que un día, nos vio partir. Ha desandado la senda a donde nos llevó el pecado, para venir a buscarnos a cada uno, como uno más de nosotros. Sufrió para que sepamos que nadie como Él, puede entender nuestro sufrimiento; padeció injusticias, para que sintamos que las vivió por nosotros; fue abandonado por todos, para que comprendamos que nunca nos abandonará. Ese Dios misericordioso que nos ama con locura, no sólo esperó inmutable a que una vez arrepentidos, regresáramos; sino que vino a por nosotros para cargarnos a sus espaldas y facilitarnos el viaje de vuelta. Lo único que se requiere para tornar a la casa del Padre, es que verdaderamente arrepentidos, demos el primer paso y manifestemos la intención de pedir perdón a ese Dios, al que hemos ofendido. Por eso Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia, como medio desde donde, con todo el dolor de nuestro corazón, nos humillamos ante Dios y le pedimos el favor de recobrar la dignidad que nos imprime pertenecer a la familia cristiana. Poder retomar el camino que nos conduce a esa alianza de amor, que hemos roto, y que a través de la Gracia nos hace, otra vez, Iglesia de Cristo.

  Pero la parábola se detiene también en otro personaje: el hijo mayor que, considerándose fiel al amor paterno, se siente ofendido por el recibimiento otorgado al que él considera indigno. Vemos que, en el contexto histórico de Jesús, esa figura se corresponde a la actitud de algunos fariseos que, sintiéndose justos, despreciaban la conducta con la que el Señor recibía a los pecadores. Pero esa forma de pensar es en realidad, la consecuencia de los sentimientos de celos y envidia que endurecen el corazón del hombre y ciegan su razón a los argumentos. Ese orgullo que no les permite observar que, justamente, el que se cree más santo es, por el hecho de creérselo, el que menos luchará para conseguirlo. Por eso la humildad es la virtud más amada por Dios en el ser humano, ya que es la única que nos enfrenta a nuestra pobre realidad y nos permite, pidiendo ayuda al Señor, rectificar para ser mejores cristianos y permanecer para siempre al lado de Dios.