19 de septiembre de 2013

¡Abramos nuestros oídos!



Evangelio según San Lucas 7,31-35.


¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen?
Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos: '¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!'.
Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: '¡Ha perdido la cabeza!'.
Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: '¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!'.
Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos".


COMENTARIO:

  Esta pregunta de Jesús, con la que comienza el Evangelio de Lucas, tiene en verdad un componente atemporal, que es muy común en la Sagrada Escritura. Parece, si os fijáis, que el Maestro cuando habla a sus contemporáneos esté, a la vez, hablando a los nuestros. Habla a la gente de este tiempo, como si “este tiempo”, en la historia de la salvación, fuera cíclico, reiterativo; quizás porque los hombres tenemos el vicio de tropezar siempre con la misma piedra. No somos capaces de aprender de nuestros errores y, por ello, estamos condenados a repetirlos.

  Jesús hace un repaso de los últimos acontecimientos que se han vivido con la llegada del Bautista, y les recuerda la respuesta que dieron los fariseos y los doctores de la Ley a su mensaje. Cómo rechazaron las palabras de Juan, que les llamaba a la conversión y al arrepentimiento, preparando su corazón para recibir al Mesías prometido. Cómo la invitación del Bautista sólo fue acogida por el pueblo y los publicanos. Él, que los requería desde la austeridad y las antiguas promesas, disponiendo los caminos del Señor para que los recorrieran a su lado. Ahora, sin duda, Jesús da a entender a la gente que otro tanto va a ocurrir con su propio mensaje de salvación.

  No es cuestión de lo que se dice, ni de cómo se dice, sino de que los hombres hacemos oídos sordos a todo aquello que comporta un compromiso y nos exige un cambio de actitud. Y lo podemos justificar de mil maneras: acusando a los demás de nuestros fracasos; cargando contra miembros de la Iglesia, que nos quitan la fe; alegando que no comprendemos los cambios de la Liturgia y, sobre todo, aceptando las barbaridades que los medios de comunicación expanden por la red y que no discutimos, como si tuvieran el don de la infalibilidad.

  Lo cierto es que el Señor, desde este párrafo evangélico, nos enfrenta a nuestra ignorancia culpable y a nuestras acusaciones infundadas que no están basadas, ni mucho menos, en la búsqueda de la Verdad. Tenemos la obligación de conocer, razonar y experimentar nuestra fe, como bautizados que tienen un compromiso con Dios. Se trata de entender que la confianza que depositamos en Cristo, y por tanto en su Iglesia, puede y debe –para ser manifestada- partir de una profunda interiorización que comporta una intensa vida sacramental, al lado de Nuestro Señor. Hemos de querer escucharlo, que no sólo oírlo, a través de su Palabra escrita y de la transmisión apostólica que descansa en la Tradición y el Magisterio.

  Tenemos tesoros, como son los escritos de los primeros Padres de la cristiandad: la Patrística, que fueron testigos de la resurrección y recibieron la doctrina de los propios Apóstoles. Ellos elaboraron una teología sublime y una apologética imprescindible, para que conociéndola, sepamos rebatir y argumentar. Cristo nos ha escogido, desde el principio de los tiempos para ser sus testigos; y no podemos esperar que, al final de nuestros días, el Maestro nos compare a aquellas gentes que, recibiendo la salvación, no desearon participar de ella por no querer involucrarse y seguir observando los acontecimientos desde la barrera.

  Jesús nos recuerda al final del párrafo, que la Sabiduría de Dios, no es cuestión de opinión, sino de observar los resultados. Que no todo es talante y comprensión, ya que la verdad se defiende hasta las últimas consecuencias. Si a alguno de nosotros nos dijeran que nuestros hijos no son nuestros, cuando los hemos visto salir de nuestro vientre, creo que no aceptaríamos de buen grado discutir la posibilidad. Las cosas son como son; y los hechos sobrenaturales, los milagros, apoyados por aquellos que los vieron y que murieron por defender esa realidad, han certificado las palabras que surgieron de la boca del Señor. Cristo venció a la muerte, muriendo, para resucitar a la Vida  y demostrarnos que esa Vida vivida junto a Él, no tiene fecha de caducidad. Lo único que se requiere para alcanzarla, es abrir el corazón a la Gracia y manifestar, con valor, un comportamiento cristiano, coherente con el orgullo de los hijos de Dios.