20 de septiembre de 2013

¡La importancia de la mujer!



Evangelio según San Lucas 8,1-3.


Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce
y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios;
Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.


COMENTARIO:

  Podemos observar, en este Evangelio de Lucas, como el Señor mientras predicaba y proclamaba el Reino de Dios, no sólo se dejaba acompañar por sus Apóstoles – a los que específicamente enseñó y nombró para formar el Colegio Apostólico, y a los que dio poderes de salvación- sino que también acogía con agrado, la asistencia de aquellas mujeres que correspondían, cuidando de ellos y cooperando en la tarea apostólica, a los beneficios que habían recibido.

  Era un grupo variopinto, entra el que se encontraban María Magdalena; Juana, que era de posición acomodada; y Susana. Pero todas tenían en común que Jesús las había librado de espíritus malignos y de enfermedades. Este primer párrafo nos tiene que servir para darnos cuenta de que el pecado no es una opción que pertenezca a una clase social determinada; a una cultura específica o a una posición económica desvaforecida. Que todos nosotros, por la caída de nuestros primeros padres, tenemos una naturaleza herida que nos obliga a luchar contra nuestras debilidades, para poder resistir las tentaciones. Que el reconocimiento de nuestra fragilidad nos debe servir para, con humildad, no hacer acepción de personas y comprender que, con sus mismas circunstancias, seguramente lo hubiéramos hecho muchísimo peor; si no nos hubiera sostenido la Gracia de Dios. De ahí que nadie debe juzgar a nadie, salvo el Señor que conoce todas las particularidades que han forjado la vida de los seres humanos. Y al hacer el apostolado hemos de estar abiertos a todos aquellos hermanos a los que podamos ayudar;  porque la comunidad cristiana no debe atender, aunque respete las diferencias propias de la naturaleza, a aquello que nos separa; sino que debe fomentar lo que verdaderamente nos une: el amor a Jesucristo.

  Siempre surgirán, desde las filas de aquellos que intentan minar la verdadera esencia de la Iglesia –para terminar con ella- los comentarios sobre la carencia de igualdad entre hombres y mujeres, que sufrimos por parte del Magisterio. Vaya por delante, que yo creo –vamos, estoy convencida- que no somos iguales –ni quiero serlo- sino complementarios. Ni mejores, ni peores, sino creados como un engranaje perfecto que encaja al milímetro para llevar a cabo juntos los planes de Dios. Pero esto se consigue cuando no surge el orgullo, la discordia, y el caos que el diablo siembra en nuestro pobre corazón.

  Es precisamente Lucas, el que recoge en el Libro de los Hechos, la presencia de las mujeres en la obra de la salvación. Nos recuerda que, justamente, la Redención se pudo llevar a cabo porque todo un Dios estuvo expectante ante el sí libre de una mujer, María. El señor hubiera podido decidir que el plan divino de la liberación del hombre, que se encontraba atado por el pecado, se hubiera llevado a cabo de mil formas distintas; en cambio, quiso que fuera a través de la voluntad y la entrega de una joven palestina, como el hombre recupera su verdadera dignidad. Y lo hizo a través de la característica más específica y sobresaliente que puede resaltar – y por eso es la más atacada- el sentido de su feminidad: la maternidad. En ese vientre santísimo, Tabernáculo Sagrado, comenzó la verdadera Vida, de todos los seres humanos: Jesucristo.

  Pero Lucas también evoca como Jesús, cada vez que se encontraba cansado cerca de Betania, se acercaba a casa de Marta y María para disfrutar de su acogimiento. Allí retomaba fuerzas, en su Humanidad, donde esas mujeres no sólo le alimentaban sino que abrían sus corazones a la Palabra y le manifestaban el amor inmenso que sentían hacia Él. Serán todas esas mujeres, que forman parte de la Iglesia naciente, las que con su fortaleza permanecerán fieles en los malos momentos y acompañarán al Señor, cuando todos le dejen, a los pies de la Cruz. ¡Ellas vencerán al miedo por amor!

  Siempre al lado del Señor, los hombres y mujeres han tenido la misma dignidad, aunque han desempeñado labores distintas: La Mujer fue la promesa de Dios en Génesis, como medio de salvación. El Verbo hecho Hombre, Jesucristo, fue la salvación encarnada. Hombre y Mujer, ambos ligados a la Redención con finalidades diferentes, pero complementarias. Por eso dentro de la Iglesia, y porque así Cristo lo decidió, en una dignidad común, los papeles han sido distintos para ambos; reflejando en cada uno de ellos, las características peculiares que les han sido más propias. Es un absurdo, por parte de las mujeres, querer realizar las funciones que desempeñan los hombres en el Magisterio eclesial. Primero, porque son distintas vocaciones y la vocación es una llamada de Dios a servirle de una manera determinada; cuando es el propio Hijo de Dios, el que instituyó esa Iglesia de una forma precisa. Él, que nos ha creado, sabe en qué lugar y de qué manera podemos ser más efectivos para servir a los planes divinos de la salvación. Servir a Dios, no es hacer lo que nosotros queramos, sino humildemente, unir nuestra voluntad a la del propio Jesucristo. Si hubiera querido mujeres sacerdotisas, las hubiera instituido; ya que en aquellos momentos a nadie extrañaba ver mujeres al servicio del culto, porque eran comunes en la cultura romana que había conquistado Jerusalén. No permitamos que nadie minusvalore la altísima función que realizamos, según nuestra vocación, en las múltiples comunidades cristianas que forman parte de esa Iglesia Católica, fundada por el Hijo de Dios.