Evangelio según San Mateo 24,37-44.
En
aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.
En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca;
y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.
De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.
Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé.
En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca;
y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado.
De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Mateo, Jesús se abstiene de revelar cuándo vendrá el juicio
final, para que nos mantengamos vigilantes. Nos conoce y sabe que, por nuestra
naturaleza caída y la ley del mínimo esfuerzo, calcularíamos el momento preciso
para que nos diera tiempo a arrepentirnos de nuestras faltas anteriores. Somos
así de poca cosa, y es ese el motivo por el que el Maestro nos exige, si
queremos alcanzar la salvación, que estemos vigilantes; comportándonos, en todo
momento, con la naturalidad propia de un cristiano que realiza sus tareas por
amor, y no por temor al castigo.
Somos
cristianos en medio del medio, llamados a fermentar la levadura de la fe entre
todos aquellos que Dios ha puesto a nuestro lado. Nos urge ser la luz que
ilumine la oscuridad que el diablo sembró entre los hombres; no porque el Señor
pueda exigirnos mañana la vida, y nos pida cuentas, sino porque nuestro corazón
se enciende con el deseo de servir a Dios y cumplir su voluntad. Pero es cierto
que, tristemente, ponemos nuestras miras en esos valores terrenos que sacian
nuestras necesidades más elementales; olvidando aquellos tesoros que resisten
el paso del tiempo, porque son sobrenaturales: los valores y las virtudes que
enriquecen nuestro ser y facilitan nuestro existir. Esta vida es, para cada uno
de nosotros, una oportunidad de amar y prepararnos para gozar de la eternidad
con Dios.
Es evidente,
porque así nos lo ha dicho el Señor, que llegará el momento de pasar cuentas
con Él, sobre el “negocio” más importante de nuestra vida: el de la salvación.
Y que, en aquel momento y por nuestro bien, deberán existir muchos beneficios y
muy pocas pérdidas. Por eso la Iglesia, como Madre, nos recomienda que hagamos
periódicamente, un examen de conciencia. Esa práctica, tan usual entre los
primeros cristianos, ha quedado relegada al olvido por una campaña diabólica
contra la necesidad de acudir al Sacramento de la Penitencia, para recibir el
perdón. Parece mentira que no tengamos presente que, justo porque Jesús nos
advierte de que desconocemos el momento de nuestro final, es necesario limpiar
nuestra alma con asiduidad de aquellos pecados que se adhieren como alquitrán,
y nos impiden crecer como seres humanos llamados a la comunión divina.
Hemos de sentar
nuestra conciencia, bien educada en la Ley de Dios, como juez que examina todas
nuestras culpas; y una vez halladas las faltas cometidas, recurrir al perdón
divino que nos espera en la confesión sacramental. Allí el Señor nos reconcilia
con su Padre y nos inunda con la Gracia necesaria para poder seguir luchando
contra nuestras debilidades. Somos como somos; y llegar a alcanzar la santidad,
que es la salvación, no significa no caer jamás, sino levantarse siempre
apoyándonos en el amor incondicional de Dios. A eso se refiere Jesús, cuando
nos advierte que llegará el momento en que el Hijo del Hombre vendrá a
buscarnos; llevándose con Él a unos, y dejando a otros. Unos habrán olvidado su
verdadero camino y, por ello, no podrán alcanzar la meta prometida: el propio
Jesucristo. Otros, en cambio, habrán sido fieles al amor divino en la
normalidad de su vida cotidiana, y habrán frecuentado Su compañía a través de
los Sacramentos. Por eso, de una forma natural, el Señor continuará en el
Cielo, el mismo trato que ha tenido con nosotros en la tierra. ¡Vosotros veréis,
lo mucho que os jugáis!