21 de diciembre de 2013

¡María, madre de los hombres!



Evangelio según San Lucas 1,26-38.



En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
María dijo al ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".
El ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios".
María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el ángel se alejó.


COMENTARIO:

  El misterio de la Encarnación de Jesús, que ahora nos transmite san Lucas, comporta diversas y profundas realidades: la primera es que el ángel se dirige a una Virgen que va a concebir, si libremente decide secundar los planes divinos, sin intervención de varón. Y que el Niño, que va a ser verdadero Hombre, por ser Hijo de María, es así mismo, Hijo de Dios en el sentido más fuerte de esta expresión. El Verbo divino, la Segunda Persona de la Trinidad, asumirá la naturaleza humana y, sin dejar de ser Dios, será verdadero Hombre. Y esas verdades no se expresan con especulaciones complicadas, sino que el ángel se las desgrana a la joven, al hilo de los acontecimientos; donde  cada palabra lleva aneja una profundidad de significado sorprendente.  

  Hemos visto, en el episodio de ayer, como la anunciación a Zacarías de la concepción de Juan el Bautista, su hijo, se desarrolla en la majestuosidad del Templo de Jerusalén. Hoy, sin embargo, el ángel es enviado a una pequeña aldea de Galilea, Nazaret, que ni siquiera se menciona en el Antiguo Testamento. Ayer, cumplía el deseo de dos personas justas que deseaban tener descendencia, pero no podían; hoy, estamos ante una Virgen que se pregunta cómo será posible llevar a cabo el plan de Dios, si no conoce varón, a pesar de estar desposada con José. Gabriel le manifiesta que, si está dispuesta a unir su voluntad con la del Padre celestial, por una acción omnipotente, singular y soberana, quedará encinta. En el momento en que María Santísima asiente al deseo divino, sucede lo mismo que cuando Dios creó el mundo: el Espíritu Santo descendió sobre las aguas, para dar vida. Porque la fuerza del Señor es inimaginable. Es ese amor de relación que se expande, crece y multiplica. Es ese amor de sustitución, que es capaz de ponerse en lugar del hombre, para que el hombre recupere su lugar al lado de Dios.

  La descripción de Nuestra Señora, que brota del relato, es muy elocuente; porque para los que vivían con ella, era María, pero para Gabriel, era “la llena de gracia”, la criatura más singular que hasta ahora había venido al mundo. Y esto es así, porque Dios la eligió antes de la creación, para ser Madre de su Hijo. Por eso la dotó de todos aquellos dones necesarios e imprescindibles para que Cristo tomara su inmaculada carne y naciera de ella, en la plenitud dichosa de los tiempos.

  Dentro de lo asombroso que puede resultarnos la acción de Dios entre los hombres, que quiere confiar la salvación a nuestra libre respuesta, entendemos que para ello elija a una persona tan singular: la más grande que, por serlo, se considera la más pequeña. Aquella mujer cuyo primer pensamiento, tras saber que va a ser la Madre de Dios, anunciada por la Escritura, es inquietarse por el estado de su prima Isabel, que también estaba encinta con una edad avanzada. Por eso María es el regalo de Dios a los hombres, porque a partir de esta concepción virginal, ella es el camino adecuado para mostrarnos y llegar a Jesús.

  En este pasaje se contiene, a sí mismo, una revelación sobre el Niño; dónde el ángel afirma que será el cumplimiento de las promesas: el Mesías esperado. Las fórmulas arcaicas que se utiliza, como “el trono de David, su padre” o “reinará sobre la casa de Jacob”, representan expresiones del Antiguo Testamento, que recogen las promesas divinas hechas a Israel-Jacob; así como el cumplimiento de los oráculos y los anuncios proféticos del Reino de Dios. Para una persona instruida en la religión y la piedad israelita, el significado era inequívoco; pero la descripción angélica del Niño, como Santo e Hijo de Dios, traspasaba todo lo imaginable para el pueblo judío: El Mesías era el propio Dios encarnado, de María, que viene a salvarnos. Esa realidad excede y sigue superando cualquier expectativa de los hombres a los planes divinos.

  Y Maria asiente ante la petición de Gabriel, confiando en que la Gracia de Dios suplirá la pequeñez de su esclava. Ese nudo de desobediencia que ató Eva, al sucumbir a la tentación del diablo, es ahora desatado por María, mediante su acto de obediencia y de fe. Si esa primera actuación nos llevó a la muerte, esa segunda nos devuelve a la vida; por eso la Virgen ha recibido el nombre de “Madre de los vivientes”. Se prepara en la historia de la humanidad, el hecho sublime del amor de Dios: la Redención divina al hombre para que, libremente, decida aceptarla y formar parte del Reino de Dios, en la Iglesia Santa.