19 de diciembre de 2013

¡Cumplamos la voluntad divina!



Evangelio según San Mateo 1,18-24.



Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados".
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros".
Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo nos descubre el porqué ayer hicimos un repaso de la genealogía de Jesús: Hoy, veremos como el Señor, sin ser hijo de José, según la carne, es, sin embargo, el Mesías prometido, descendiente de David. La concepción de Cristo es obra de Dios, que toma la iniciativa llamando a José para que sea esposo de María y padre del Niño. Vemos como el Patriarca acepta con obediencia, y por deseo divino, ejercer una verdadera paternidad imponiéndole el nombre y cuidando de la Sagrada Familia.

  Como hemos repetido muchas veces, Dios no pone las cosas fáciles y a José le pide un voto de confianza tremendo para que haga suya la voluntad divina: Los desposorios entre los judíos de la época eran, literalmente, unas “consagraciones”, un compromiso de unión matrimonial con los efectos jurídicos y morales del verdadero matrimonio; tanto es así que si la desposada cometía adulterio, se castigaba con la lapidación. Al cabo de un año o más, se celebraba el matrimonio y la conducción de la esposa a la casa del esposo.

Como a María el ángel le había anunciado, en el momento de la concepción virginal de Cristo, que su prima Isabel estaba encinta, ésta fue a verla y partió después de los desposorios a casa de Zacarías. Por eso José debió llevarse una sorpresa cuando, a la vuelta, observó el vientre abultado de la Virgen. Cómo debió dolerle la evidencia, que negaba la realidad que surgía de su corazón: esa joven, a la que él amaba profundamente, la más pura, estaba embarazada. Por eso José pensó, antes que en castigarla, en dejarla libre de los compromisos de desposada. Su amor era tan grande, que la prefería feliz lejos de él que desgraciada a su lado. Pero el Señor, que ha medido la fortaleza del futuro padre de su Hijo en ese sufrimiento de renuncia donde se forjan los grandes hombres, hace que un ángel le visite en sus sueños y le ilumine el conocimiento con la verdad de la concepción, por parte del Espíritu Santo, del Niño.

  Dios le ordena a José que le imponga un nombre, que según la tradición judía era reconocerlo como hijo suyo. El propio Creador del Universo escoge a este varón hebreo, plagado de virtudes, para que sea el custodio y el protector de sus bienes más preciados: Cristo y María, su Madre. Y le anuncia que ese Niño debe llamarse Jesús: “El Señor salva”; porque efectivamente, Él salvará al mundo de sus pecados. En ese momento seguramente, José comprendió la responsabilidad que Dios cargaba sobre sus espaldas; pero a la vez, debió sentir una profunda felicidad al pensar que ese pobre carpintero había sido el escogido para enseñar, al Rey de Reyes, todo lo que su Humanidad Santísima pudiera aprender. Él iba a llevar de la mano a Aquel que, en el contexto del Antiguo Testamento, iba a liberar al pueblo de sus enemigos; iba a restaurar a Israel como Reino de Dios, una vez que sus pecados hubieran sido expiados. Jesús es el nombre propio que le dará a su futuro Hijo, al que ya lo quiere como tal, a ese Niño que es Dios y Hombre verdadero y que será el Salvador de toda la humanidad.

  El ángel sigue tranquilizando a José y le recuerda que se ha cumplido el oráculo de Isaías, donde María, la Virgen, ha concebido por obra de Dios. En ellos, el Señor ha querido realizar el prodigio más asombroso: la encarnación del Verbo por amor a los hombres; ya está aquí el “Enmanuel”, y Dios se encuentra entre nosotros, con nosotros ¡Es uno de nosotros!

  Al despertar, José hubiera podido pensar que todo había sido un sueño y evadirse de la misión que el propio Dios, a través del ángel, le había encomendado. Pero ese hombre del pueblo, que amaba profundamente a María no sólo con un sentimiento humano sino con la admiración que surge de la contemplación de un ser excepcional, abre las puertas de su casa y su corazón, no sólo a la Mujer con la que ha comenzado esta andadura divina, sino al fruto de sus entrañas santas, al Niño de Dios que lleva en su seno. Ojalá nosotros también sepamos cumplir con fidelidad, todo aquello que Dios nos pida, confiando en su Providencia; sin miedos, sin dejar nada para nosotros mismos. Ojalá sepamos, cada uno de nosotros, dejar entrar esta Navidad, para que ya no salgan jamás, a la Sagrada Familia de Nazaret. Ojalá unamos nuestra voluntad a la de Dios, como hizo José; ojalá tengamos la disponibilidad de aceptar al Señor, pase lo que pase, como la tuvo María. Ojalá acojamos al Niño, con el mismo amor con el que Él vino a visitarnos, para entregarse por nosotros.