17 de diciembre de 2013

¿Quién es Jesús?



Evangelio según San Mateo 21,23-27.


Jesús entró en el Templo y, mientras enseñaba, se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, para decirle: "¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado esa autoridad?".
Jesús les respondió: "Yo también quiero hacerles una sola pregunta. Si me responden, les diré con qué autoridad hago estas cosas.
¿De dónde venía el bautismo de Juan? ¿Del cielo o de los hombres?". Ellos se hacían este razonamiento: "Si respondemos: 'Del cielo', él nos dirá: 'Entonces, ¿por qué no creyeron en él?'.
Y si decimos: 'De los hombres', debemos temer a la multitud, porque todos consideran a Juan un profeta".
Por eso respondieron a Jesús: "No sabemos". El, por su parte, les respondió: "Entonces yo tampoco les diré con qué autoridad hago esto".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo recoge, como lo hará en los dos capítulos siguientes, las disputas que los jefes del pueblo mantuvieron con Jesús. Es muy posible que, tras el episodio donde el Señor les recriminó que hubieran convertido la casa de su Padre en un mercado persa y una cueva de ladrones, expulsando a los vendedores del Templo que se encontraban allí, tuvieran todos ellos los nervios exacerbados. Y que buscaran la manera de que el Señor reconociera su verdadera identidad como Verbo encarnado, para poder terminar con su vida. Porque en aquellos momentos, cualquiera que se identificara con el Mesías prometido y que, evidentemente no cumpliera las expectativas de libertador político y justiciero poderoso que se habían trazado, era reo de muerte.

  Por eso, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos, que formaban los miembros laicos del Sanedrín, le piden a Jesús que les de una prueba clara de su realidad mesiánica. Pero Jesús, que ve en el corazón de las personas y, aunque usen buenas palabras conoce sus verdaderas intenciones, no les da una respuesta directa sino que les interpone una pregunta previa a su respuesta, sobre la misión de Juan el Bautista. Conoce bien el Maestro la autoridad profética que tenía Juan entre la gente del pueblo; y como aquellos hombres que lo interpelan, por nada del mundo desearían soliviantar a sus conciudadanos. En cambio, ninguno de ellos había creído en su predicación, porque de haberlo hecho hubieran tenido que reconocer que la misión del Bautista era la de ser el precursor y el heraldo, que anunciaba al Mesías. Que aquel hombre, con sus palabras anunciadas en el desierto y en la orilla del río Jordán, había identificado a Cristo como el Cordero de Dios, que iba a dar su vida por la liberación del mundo.

  No una liberación como esperaban aquellos fariseos y saduceos, del yugo romano; sino la redención de la peor esclavitud que puede sentir el hombre: el pecado; que es aquella que lo ata a sí mismo y lo hace prisionero de sus más bajas pasiones. Ninguno de ellos creyó en el mensaje del profeta que los llamaba a una conversión; a un cambio de actitud, en su ser y en su existir, necesario para recibir la salvación. Por eso cuando Jesús los enfrenta con sus actos, desde una posición inteligente y prudente, no les conviene para nada darle una respuesta y optan por un silencio que, sin duda, favorece que el Señor no de un verdadero testimonio sobre Sí mismo. No por miedo, sino porque todavía no ha llegado su hora; como demostrará, posteriormente, al no dejar que le quiten la vida, sino entregarla libremente por todos nosotros, en el momento decisivo de la Pasión.

  En este episodio el Señor vuelve a recordarnos que Él es, quién es; no quien nosotros queremos que sea. Que, a través de su palabra y sus acciones nos reclama la entrega de nuestra confianza y nuestra voluntad. Pero nosotros, como aquellos que le seguían ciegos a la realidad que presentaba, preferimos negarle y continuar preguntando al mundo cuando sobrevendrá la liberación de las circunstancias que nos oprimen el alma. Sin comprender que este mundo, no tiene más respuesta que la de haber sido el lugar donde el Conocimiento divino quiso hacerse presente a todos los que, a través de la Luz del Espíritu, lo queramos aceptar. Que todo el depósito de la fe se encuentra en la Verdad Revelada y guardada en la Iglesia de Cristo, a la espera de que la deseemos descubrir. No increpemos a Dios con nuestras dudas, porque Él nos las respondió todas en su Hijo, Jesucristo.