12 de octubre de 2014

¡Sentémonos a la mesa!



Evangelio según San Mateo 22,1-14.


Jesús habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:
El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo.
Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir.
De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: 'Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas'.
Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio;
y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron.
Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad.
Luego dijo a sus servidores: 'El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él.
Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren'.
Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados.
Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta.
'Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?'. El otro permaneció en silencio.
Entonces el rey dijo a los guardias: 'Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes'.
Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, contemplamos una parábola de Jesús en la que –magistralmente- hace un resumen muy gráfico de lo que ha sido la historia de la salvación, que el Señor nos ha revelado a través del tiempo y de distintos lugares, en la Escritura Santa. En ella, nos muestra el Maestro cómo Dios escogió a Israel –que está representado en la imagen de los primeros invitados- para formar parte del banquete divino; y ser ese pueblo de Dios, del que había de surgir la redención para todos los hombres.

  Pero como se nos muestra en toda la trayectoria del Antiguo Testamento, la mayoría de los judíos no sólo no fueron fieles al compromiso que habían adquirido, sino que cuando el Padre -ofreciendo otra más de las muchas oportunidades que da a sus hijos, para que se arrepientan y rectifiquen sus actuaciones- envió a los profetas, éstos fueron vilipendiados, ridiculizados y maltratados por todos aquellos que no estaban dispuestos a admitir sus errores; de ahí que su destino, acabara siendo fatídico.

  Pero ese rechazo de Israel, llevó consigo esa nueva iniciativa de Dios, por la que todos hemos sido llamados a formar ese Nuevo Pueblo: la Iglesia, que surge de aquellos judíos que fueron fieles a su palabra. Porque ese Cuerpo Místico de Cristo, nace por la efusión del Espíritu Santo entregado a esos apóstoles, sencillos ciudadanos de Palestina. Y, en Ella, todos los bautizados no sólo pertenecemos a un lugar, una raza o un color; sino que, sin importar el lugar, la raza o el color, formamos una unidad en el Señor, como miembros de la familia cristiana.

  Pero no hay que llevarse a engaño, ante la tentación del Maligno –muy común en nuestros días- que relativiza la responsabilidad ante Dios de nuestros actos; confundiendo al Todopoderoso con una abuela permisiva que, por un amor que nada tiene de justo, deja sin castigo las faltas cometidas. Jesús aquí lo explica muy claro, como ha hecho en la parábola de la cizaña o de la red barredera, que coge todo tipo de peces. Nos indica que todos están llamados a formar parte de la Iglesia y que, por ello, se colarán a la vez, buenos y malos, dignos e indignos; y, cuando eso ocurra, no hemos de escandalizarnos, porque el Señor ya contaba con ello. Pero veremos que, posteriormente, no todos habrán tenido tiempo de comprarse el “vestido de boda”, es decir, de arrepentirse de sus pecados y estar dispuestos y preparados, para formar parte del banquete divino. Y a esos, no se les permitirá continuara al lado del Señor que, con tanta ilusión, los ha invitado.

  Si no nos mostramos dignos de la elección que el Altísimo ha hecho de cada uno de nosotros, aceptando en libertad su llamada y respondiendo, con nuestra entrega, a su voluntad divina, seremos expulsados –sin ninguna duda- de la Gloria que el Padre nos tiene reservada. Y ese traje maravilloso que se requiere para poderse presentar y ser admitido, no es otro que la capacidad de amar desinteresadamente, primero a Dios y, por Él, a nuestros hermanos. Sólo nos pide el Señor, la intención de luchar para alcanzar la Redención que ha sido ganada para los hombres, a un elevadísimo precio: la Sangre de Jesucristo. Sólo se contenta, con que nos revistamos de su Gracia, frecuentando los Sacramentos. De verdad que vale la pena participar del ágape celestial y, si lo meditamos, comprenderemos que no hay nada en este mundo –porque todo es perecedero- por lo que valga la pena perder la oportunidad de poder estar sentados a la mesa, al lado de Nuestro Señor.