16 de septiembre de 2014

¡No llores!



Evangelio según San Lucas 7,11-17.


Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud.
Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba.
Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores".
Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno, levántate".
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo".
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, contemplamos un milagro del Señor, que debe llenarnos de gozo y consuelo. En él, no sólo se pone de relieve la misericordia de Jesús hacia todos aquellos que sufren, sino que Dios conoce nuestro dolor y nuestros pesares, mucho antes de que nosotros le hagamos partícipe de ellos, con nuestros ruegos y peticiones. Él es, justamente, el único que no pasará jamás indiferente, ante el sufrimiento de cualquier ser humano. Porque, a diferencia de lo que piensan aquellos que no conocen los hechos, el sufrimiento no tiene su causa en Dios, sino que siempre es producto del pecado, el egoísmo y la maldad de los hombres, que han dado la espalda, precisamente, al Señor.

  Jesús, que es el signo viviente de la Encarnación de la Misericordia, hace patente, en este hecho ocurrido en Naín, las palabras que el Maestro recitó para los suyos, al enseñarles a orar: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo…”. El Hijo de Dios nos demuestra, que no hace falta pedir específicamente, porque el Padre conoce todas nuestras necesidades. Sabe aquello que nos preocupa, que nos causa aflicción y, sobre todo, cada hecho, cada circunstancia y cada persona que nos conviene para alcanzar la verdadera felicidad, que es nuestra salvación.

  Vemos en el milagro, como el Maestro toma la iniciativa sin que medie una súplica. Solamente Cristo es consciente y percibe el auténtico alcance de la angustia de la viuda, que ha perdido a su hijo. La aflicción de la mujer, llama al consuelo de Jesús; y la decisión del Señor de secar sus lágrimas: ése “no llores”, va unido a la voluntad del Señor de la Vida, de devolvérsela. Vibra en toda la Humanidad de Jesucristo, la ternura de un corazón divino que será capaz de entregarse a la muerte, por amor a los hombres.

  Sólo dejarme parar unos segundos, ante este hecho que, por sobrenatural, es tan natural. Cuando alguien quiere profundamente a otro, hace todo lo que está en su mano para erradicar la causa de su tristeza; salvo que esa causa, sea el motivo que culminará en su redención. Por eso, si estamos unidos a Cristo, a través de la oración y los Sacramentos, debemos descansar en la seguridad de su Providencia. Nada nos enviará el Señor que no sea, en realidad, para nuestra conveniencia. Y si en algún momento es necesario para nuestro bien, sobrellevar un pesar, no dudemos que Él estará a nuestro lado, ayudándonos a superarlo con su Gracia. Decía san Josemaría, que Dios nos prueba en el crisol del sufrimiento; porque es allí donde cada uno demuestra, hasta qué punto está dispuesto a poner su confianza en Dios.

  Dice el texto que aquellos hombres, al ver hablar al muerto, tuvieron miedo y comenzaron a alabar a Dios. No ha movido su corazón, el amor que fluye del conocimiento y el encuentro con Cristo –que a nadie deja indiferente- sino el temor de encontrarse ante una Persona que, indiscutiblemente, trasciende toda explicación humana. Alaban, por miedo a ofender a ese Alguien, que les ha demostrado con un hecho milagroso, que es el Mesías prometido en aquellos textos que, tantas veces, habían leído en las sinagogas de Israel.

  A nosotros nos ocurre lo mismo; muchas veces nos acordamos de Dios, por si acaso tiene algo de verdad aquello que nos han contado en la Iglesia. Por si ese Señor, del que tenemos un conocimiento velado, puede ejercer algún poder sobre nosotros y darnos, o evitarnos,  un mal vivir. No; Dios no es un “tótem”, al que recurrimos ante nuestros problemas, para que los solucione. Dios es el Amor, que se hizo Hombre y vivió entre nosotros, por cada uno de nosotros. Cristo es la historia de la salvación, cumplida y completa; porque sabía que no hay otra manera para el ser humano, de testimoniar una realidad vivida. Y esa historia tenemos la obligación de conocerla en toda su profundidad, ya que sólo así tendremos una proyección de los hechos amplia y acabada; y sólo así, seremos capaces de amar a Dios. Y esa, no os equivoquéis, es la única alabanza que el Señor acepta como buena: aquella que surge de un corazón enamorado.

  Muchos de aquellos hombres, nos cuenta el escritor sagrado, pronunciaron –tal vez sin pensarlo mucho- una frase que es, justamente, la realidad del hecho acaecido: “Dios ha visitado a su pueblo”. Seguramente, ellos se refirieron a la consecuencia de esa acción sobrenatural, que devolvía la vida a un muerto. Pero, en realidad, estaban dando testimonio y reconocimiento a esa Encarnación de Dios: Jesucristo. No dejéis que nadie os engañe con sibilinas cuestiones sofistas, que a nada conducen. La verdad es aquella que, casi sin darse cuenta, testificaron los ciudadanos de Naín: el Verbo divino se ha hecho Carne, para quedarse con nosotros; para caminar a nuestro lado y ayudar a conducirnos al Hogar, que nunca debimos abandonar.