5 de diciembre de 2014

¡Alabemos a Dios, por ello!



Evangelio según San Mateo 9,27-31.


Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: "Ten piedad de nosotros, Hijo de David".
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: "¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?". Ellos le respondieron: "Sí, Señor".
Jesús les tocó los ojos, diciendo: "Que suceda como ustedes han creído".
Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: "¡Cuidado! Que nadie lo sepa".
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo nos muestra la actitud de dos ciegos, que buscan al Maestro para que les sane. Son dos invidentes que, a pesar de las dificultades con las que se encuentran, han seguido a Jesús por los caminos de la aldea. Ellos no sabían si el Señor los había visto; si  había advertido su necesidad. Y ante la duda, elevan su voz fuertemente, en una oración de súplica.

  Se dirigen a Él, no como a ese Hombre del que todos hablan; no como a ese Profeta, que ha venido a hacer grandes cosas; sino con el convencimiento de que se encuentran delante del Mesías prometido, delante del Hijo de David. Aquellos hombres, impedidos para ver, han contemplado la inmensa realidad que los mandatarios de Israel, se han negado a descubrir. Y es que muchas veces, lo que vemos no deja que nos percatemos de la Verdad que esconde.

  Jesús les pregunta, cuando se encuentra frente a ellos, por su fe. Calibra si esos hombres prueban suerte, porque no tienen nada a perder, o bien si están convencidos de que su Gracia puede sanarlos. Penetra hasta el fondo de su corazón, para descubrir si son capaces de ver, con los ojos de la esperanza. Y allí, en su interior, conoce una voluntad rendida, que ha sabido desvelar la divinidad de Cristo, en su humanidad santísima. Cuantas veces nosotros, deberíamos ser como esos ciegos de Galilea; y, como ellos, ser capaces de reconocer en la realidad de la historia, la mano de Dios.

  El Señor jamás nos dará esa certeza, que fuerza al hombre a creer ante la evidencia. Ni nos dejará ante un misterio tan insondable, que seamos incapaces de llegar a descubrirlo. Jesús sabe que somos limitados y, muchas veces, nos comportamos –por nuestras pasiones- como esos ciegos que no pueden disfrutar de lo que sus ojos perciben. Pero para las cosas del Altísimo, sólo nos hace falta tener despierta el alma y saber apreciar lo que a otros se les escapa: la inmensidad de Dios en cada cosa, en cada circunstancia, en cada momento y, sobre todo, en cada persona.

  Hemos de saber descubrir, en la pequeñez y humildad del Pan Eucarístico, la presencia sublime del Hijo de Dios. Sólo así, cuando en la soledad de nuestra conciencia el Señor nos pregunte, ante nuestras súplicas: “¿Creéis que puedo hacer esto?” Nosotros podremos responder con prontitud y confianza, que sí. Que estamos convencidos que en la humildad Del Sagrario, nos aguarda –como hizo en su vida terrena- el Mesías prometido. Y aunque no podamos verlo, como les ocurría a aquellos ciegos, podremos escuchar su Palabra y conocer, por la luz del Espíritu, la Verdad que se esconde en la apariencia.

  Y es entonces, cuando Jesús comprueba que no creen en Él por sus milagros, sino que piden el milagro porque creen en su Persona, cuando les cura. Cumpliéndose de esta manera las Escrituras, que nos indicaban que el Mesías devolvería la vista a los ciegos. Pero es que el Maestro, como hace siempre, no sólo ha iluminado sus ojos, sino su alma. Porque a partir de ahora, esos hombres serán testigos de su grandeza. Y Jesús les advierte que no divulguen la noticia, porque sabe perfectamente que su salvación no es la esperada por esas gentes de mentalidad nacionalista que sólo esperan un libertador guerrero, y su alegría puede ocasionarles problemas; pero ellos no hacen ningún caso y expanden la Buena Nueva.

  Ahora, sin embargo, el Señor nos pide que clamemos al mundo su obra; que seamos testigos de su amor, de su entrega y, sobre todo, de su realidad sobrenatural: Cristo es Dios hecho Hombre, que ha sufrido, ha muerto y ha resucitado por todos nosotros. Que nos espera en los Sacramentos, para estar a nuestro lado hasta el fin de los tiempos. Y nos insta a dar gloria a Dios, sobre todas las cosas. Ya no somos ciegos, porque hemos recobrado la vista en las aguas del Bautismo ¡Alabemos a Dios, por ello!