Evangelio
según San Juan 20,19-23.
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana,
estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por
temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo:
"¡La paz esté con ustedes!".
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes".
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
COMENTARIO:
Este Evangelio de Juan equivale a la
narración de Lucas, en su libro de los Hechos de los Apóstoles, sobre la
Pentecostés. Ante todo, hemos de contemplar un suceso que creo que es de vital
importancia para todos aquellos que conformamos la Iglesia de Cristo: esos primeros
discípulos, que aterrorizados ante la actitud de los judíos que habían
matado a Jesús, se habían reunido juntos para orar; y de esa oración surgió la
fuerza y la fidelidad, que mantuvo su esperanza.
A lo largo de nuestras vidas, nos
encontraremos momentos de dificultad, de tribulación y de sufrimiento que, tal vez,
nos hagan flaquear en nuestra fe. Es posible que Dios permita, y el diablo
aproveche, circunstancias complicadas que nos sumen en una profunda oscuridad,
donde no encontremos esa luz de confianza y seguridad, que nos indica el final
del túnel. Cuando lleguen esos momentos, que seguramente llegarán, recordar qué
hicieron aquellos que nos precedieron en el camino de la fe: se unieron, como
Iglesia, para rezar y elevar todos juntos una petición a Dios. El propio Cristo
nos ha dicho que cuando estamos junto a nuestros hermanos, invocando al Padre
en su Nombre, Él estará con nosotros. Y Él, como demostrará dentro de unos
momentos, es el Hijo de Dios. El Señor de la Vida y la muerte; el Todopoderoso,
misericordioso y eternamente enamorado de los hombres.
Aquel que ha llevado a cabo el plan salvífico
de Dios en la tierra, sufriendo lo indecible por cada uno de nosotros, hasta
entregar su vida en la cruz, no va a negarnos nada que no sea lo más
conveniente para nosotros, en el camino de nuestra redención. Y por eso quiere
ahora que, como Iglesia, recibamos la luz y la fuerza del Espíritu Santo, que
nos hace partícipes de la naturaleza divina del Verbo, transformando nuestra
vida anterior y conformándola –en libertad- a un nuevo estilo de vivir en
santidad. Gracias a la efusión del Paráclito, que nos entrega Cristo en sus
Sacramentos, nos hacemos hijos de Dios en el Hijo y formamos parte de la
familia cristiana. A partir de ese momento, de esa decisión que tomaron como
Iglesia de unir sus voluntades, en una única petición, el Señor les demuestra
–de forma evidente- que nunca dejarán de ser atendidos. Que Él, en su gloria,
estará con nosotros hasta el fin de los tiempos y que su Espíritu iluminará y
guiará sus decisiones.
Jesús, como os digo muchísimas veces, ha
realizado la Redención y ha salvado a los hombres, sin violentar su voluntad.
Por eso quiere el Maestro que cada uno de nosotros, se esfuerce por alcanzar la
salvación que nos consiguió a tan alto precio. Y conociendo nuestra naturaleza
herida por el pecado, sabía que ese esfuerzo por vivir la virtud, sería un
sendero empinado donde muchas veces perderíamos pie y estaríamos a punto de
caer en el abismo. De ahí que entregara a su Iglesia el poder de perdonar los
pecados, junto a Él; porque acercarse a la confesión, es arrepentirse y decidir
recibir los frutos del sacrificio de Nuestro Señor, otra vez. Es necesario que
el hombre sienta la humillación y el dolor de expresar en voz alta sus errores
y su faltas –sus miserias- y es imprescindible que comprenda que, aquellos que
han sido llamados por Dios al Sacramento del Orden, son el medio utilizado por
el propio Dios para transmitir, con voz de hombre, lo que el Paráclito quiere
infundir a cada uno de nosotros, en nuestro corazón: el perdón de nuestros
delitos y la necesidad de rectificar nuestras actuaciones.
Recuerdo un ejemplo muy simple, y muy
gráfico, que a mí me sirvió bastante para entender un poco el sentido de la
confesión: la electricidad, tan necesaria para los quehaceres diarios, nos
llega a través de una conducción que termina en un enchufe, donde conectamos
nuestros aparatos, para poder recibirla. Sería ilógico y absurdo, querer
enchufarla en la propia central hidroeléctrica que genera, con la fuerza del
agua, la potencia necesaria que se convierte en energía. Pues bien, salvando
las diferencias, ese enchufe es el sacerdote que hace llegar a nuestra alma la
fuerza de la Central; y nada importa si es grande o pequeño, sucio o limpio,
bonito o feo, porque su utilidad radica en ser el medio adecuado y escogido por
Cristo, para cumplir esa finalidad.
Podemos decidir no hacerlo y argumentar las
cosas más variopintas para excluir de la Palabra, aquellas palabras que no nos
convienen. Pero en el fondo sabemos, que es el propio Evangelio el que nos indica
que no existe otro camino –para los que hemos conocido la fe-, de recibir el
perdón y la Gracia Sacramental, que la que nos infunde la Penitencia. Dios, que
se ha hecho Hombre para salvar a los hombres por amor, nos hace llegar la
salvación a través de esos hombres, que nos comunican el don divino de la
Redención. Sólo Dios salva; solamente Él perdona; pero ha querido quedarse en
la Iglesia y que ésta tuviera la misma estructura de su Persona: esa naturaleza
humana asumida, a través de la que se expresa su divinidad, y que es la que
nosotros podemos percibir con nuestros sentidos. Y esa naturaleza divina, que
sólo se alcanza a percibir con los ojos de la fe. Por eso el Señor envía a su
Iglesia –a cada uno de los bautizados- a transmitir la realidad de su formación
–los Sacramentos- y a comunicar su Palabra salvífica. Cristo es la Cabeza de
ese Cuerpo que formamos todos en Él; y Él, con su amor y su poder, estará con
nosotros hasta el fin de los tiempos.