23 de junio de 2014

¡Reconozcamos nuestra debilidad!



Evangelio según San Mateo 7,1-5.


Jesús dijo a sus discípulos:
No juzguen, para no ser juzgados.
Porque con el criterio con que ustedes juzguen se los juzgará, y la medida con que midan se usará para ustedes.
¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Deja que te saque la paja de tu ojo', si hay una viga en el tuyo?
Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos da unas recomendaciones de una importancia vital, para todos aquellos que nos consideramos discípulos suyos; entre otras cosas, porque cumplirlas es un distintivo del cristiano. Nos habla de evitar algo muy común entre los hombres: y es que disfrutamos juzgando y comentando los errores de los demás, porque parece que así los nuestros son menores.

  San Agustín, recordando este pasaje, hacía una recomendación que yo creo que es muy práctica; y a la vez es de una riqueza increíble, para ayudarnos a alcanzar esa perfección moral, a la que todo hijo de Dios debe aspirar: Nos instaba el santo, a procurar adquirir aquellas virtudes que nosotros criticábamos que les faltaban a nuestros hermanos; porque ante la realidad de que ni las tenemos, ni nos es fácil adquirirlas, nos haremos más tolerantes con ellos y disculparemos sus defectos.

  El Señor como siempre, nos habla de amor. De ese afecto que cuando es maternal o paternal, no duda en disculpar ante los demás los errores de sus hijos y buscarles todo tipo de justificación. Pues bien, como os digo siempre, solamente tenemos un corazón para amar, y con él hemos de aprender a tratar a todos por igual. No porque seamos buena gente – que deberíamos- sino porque nos lo ha pedido el Señor, de una forma muy especial. A cada uno le dolería en el alma que se comentara algo– y más si es injustamente- de un ser querido suyo; o que se le menospreciara en cualquier evento o reunión social. Pues bien, a Dios, que es Padre, le ocurre lo mismo cuando ve que nos permitimos hacerlo, con uno de sus hijos. Y para que nos demos cuenta del mal que causamos y de la importancia que tiene, el Señor nos amenaza con pronunciarse ante nuestras faltas, con la misma medida que hemos utilizado para valorar a los demás.

  La causa de que tengamos que luchar contra ese instinto primario, que es fruto del pecado original, es la regla de la caridad fraterna que nos mueve a no querer para los otros, nada que no quisiéramos para nosotros mismos. Y ninguno consentiría, si pudiera, que los demás opinaran sobre él, sobre todo –si como ocurre siempre- no conocemos las circunstancias. Sólo, nos dice Jesús, el Padre que ve la verdadera intención en nuestro interior, que mueve nuestros actos, es el que puede y debe juzgarlos.

  Otra cosa muy distinta es que viendo qué una persona actúa en contra de la Ley de Dios, y por el amor que nos mueve hacia ella, intentemos ayudarla; comentándole -de forma íntima y personal- la necesidad de cambiar de actitud, ofreciéndole nuestro apoyo. Pero eso nada tiene que ver con considerarnos mejor que ella y menospreciarla en nuestro interior.

  Ya es hora de que cada uno de nosotros, haciendo un buen examen de conciencia, reconozca delante del Señor la realidad de nuestras miserias; y la capacidad que tenemos todos, si no fuera por la Gracia, de cometer los más grandes errores. Todos, todos, tenemos en nuestro corazón la herida del pecado; por eso, darse cuenta de nuestras debilidades es comenzar a reconocer que la debilidad de los demás es algo natural. Y que los que nos pide el Maestro, no es que opinemos sobre ello, sino que recemos los unos por los otros y luchemos por ayudarnos, como Iglesia que somos y como comunidad, para alcanzar juntos la Vida eterna.