18 de junio de 2014

¡Pon a Dios en tu ecuación!



Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.


Jesús dijo a sus discípulos:
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha,
para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,
para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, vemos como Jesús enseña a sus discípulos, el verdadero camino que lleva a la salvación. Y lo primero que les indica es que, frente al cumplimiento externo de las prácticas religiosas, siempre debe existir una verdadera piedad interior, que sea la base donde se sustentan. Que todo aquello que manifestamos con nuestros actos, debe ser el fiel reflejo de lo que siente nuestro corazón: la expresión de nuestra fe.

  En aquel tiempo, los maestros de la Ley habían añadido a los mandamientos –de forma específica y como actos fundamentales de religiosidad individual- las limosnas, el ayuno y la oración. Cierto es que, como nos recuerda la Iglesia en tiempos de Cuaresma, no hay nada más útil que incorporar esas prácticas a nuestra vida espiritual; pero siempre que sean el fruto de compartir con el Señor sus enseñanzas. Advirtiéndonos que la única finalidad que debe movernos a ejecutarlas, es el amor a Dios y la imitación a su misericordia.

  Cristo nos insiste en que la verdadera piedad es aquella que se vive en la intimidad de nuestra conciencia; porque es ahí, en ese lugar de encuentro personal con Dios, donde el hombre se desnuda de sí mismo y se muestra tal y como es, ante su Creador. Nadie puede utilizar esa relación con lo divino, como una manera útil de alcanzar objetivos e intereses, que son independientes de nuestra vida espiritual. Y ni mucho menos puede ser la causa de intentar labrarse una imagen, que nada tiene que ver con la realidad. El Maestro les repite a aquellos hombres, que daban una importancia vital a las apariencias, que para Dios solamente cuenta la intención que nos mueve a realizar las obras. Y que esas obras, deben ser el fiel reflejo del amor, que anida en nuestro interior.

  No puede ni debe importarnos la opinión de los demás, por encima de la de Nuestro Señor. No nos merece la pena ganar la honra del mundo, si condenamos el alma… Porque conducirnos “cara a la galería” e imprimir una finalidad equivocada a nuestro actuar, es sacar a Dios de la ecuación y vaciar de contenido nuestro ser y nuestro estar. Cada uno de los hechos, que van marcando a golpe de libertad nuestra vida, debe estar movido por el deseo primigenio de amar a Dios; y ése, y no otro, debe ser el motor de nuestro existir.

  Pero Jesús va más allá, y nos descubre el tremendo misterio de la oración: ese diálogo con Dios, donde el hombre habla y escucha a su Señor; destacando en sus palabras, la sencillez y la veracidad. Nunca la plegaria del cristiano debe ser como una representación teatral, donde se actúa para que los demás perciban la fluidez de nuestro léxico, y la versatilidad de nuestras expresiones; dando una imaginaria realidad de la intimidad divina. Ni puede ser utilizada como un medio para alcanzar nuestros deseos ¡que no, nuestras necesidades! como si se tratara de un dios pagano al que se recurre únicamente en los momentos de necesidad.

  El Señor nos habla de conformar las palabras que salen de nuestros labios, con el verdadero y trascendente sentido que brota de nuestro corazón. Nos insta a compartir con Dios todos los momentos de nuestra vida; y hacer de nuestra vida, todos los momentos de oración. Se trata de predisponer el alma, para que esté abierta permanentemente a la presencia divina: a vibrar y dar gracias por una puesta de sol, o por un nuevo día; a elevar una oración, cuando participamos con nuestros seres queridos del alimento diario; a glorificar al Padre, en una permanente alabanza, por entregarnos a su Hijo y hacernos partícipes de la Redención; o por dejarnos gozar de la vida sacramental de la Iglesia. Cristo nos habla, no de espectáculo, sino de recogimiento. De ese trato con Dios, que es compartir la vida con el Amado porque deseamos, en libertad, escogerlo cada día. Jesús nos habla de trato; de piel con piel; de sentir al Señor en lo más profundo de nuestro ser; porque ahí, en lo más recóndito de nuestro ser, está Dios.