CARTA DE SANTIAGO:
Esta carta encabeza el grupo de las
llamadas “Cartas Católicas”. La exigencia de la coherencia entre fe y conducta,
y de la necesidad de que las obras acompañen la fe -complementando la enseñanza de san Pablo
sobre la justificación- hace muy
adecuada su situación actual en el Canon, a continuación del Corpus Paulino.
Además, la relación de Santiago con Jerusalén y las comunidades cristianas de
Palestina, sugiere cierta continuidad con la carta a los Hebreos que le precede
inmediatamente; aunque hay que reconocer que ha sido poco comentada,
seguramente por las dificultades que tuvo para ser reconocida universalmente
como canónica y porque tiene más enseñanzas morales que doctrinales.
El primer testimonio
que nos llega de ella es de Orígenes (año 185-284) y a finales del siglo IV es
ya aceptada prácticamente por todas las iglesias y aparece en todos los
catálogos de los libros inspirados; ratificándola el Concilio de Trento, como
canónica e inspirada. A pesar de su complejidad para conocer con seguridad el
autor y la fecha de su redacción, en los últimos decenios esta carta ha
suscitado gran interés, porque refleja fielmente -con un griego muy culto de transfondo
semita- la espontaneidad y viveza en la
transmisión del mensaje cristiano en las primeras comunidades y, porque es un
claro exponente de la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
La carta tiene una
estructura más propia de los escritores sapienciales judíos, que podríamos
llamar “psicológica-pedagógica”; sugiriendo un tema diverso del que se está
tratando y repitiendo, una y otra vez
-como en círculos concéntricos-
la misma idea, insertando máximas breves; así, de esta forma, el oyente
o el lector retiene con más facilidad las enseñanzas. Y aunque, como he
comentado, no tiene una estructura clara, se pueden distinguir cuatro
secciones:
1.
La primera (1,1-2,13): Abarca un conjunto de
instrucciones sobre el valor del sufrimiento: sobre la necesidad de poner por
obra la palabra oída y evitar la acepción de personas.
2.
La segunda (2,4-26): Recoge la idea central de que la
fe que no se traduce en obras es una fe muerta, aduciendo el testimonio de
personajes bíblicos bien conocidos.
3.
En la tercera (3,1-5,6): Las aplicaciones prácticas se
agolpan y entrelazan, exhortando al control de la lengua y a la búsqueda de la
verdadera sabiduría, evitando las discordias y estando precavidos contra el
orgullo y el afán de riqueza. Finaliza con una severa admonición a los ricos.
4.
La cuarta (5,7-20): Contienen una llamada a mantenerse
fieles hasta la venida del Señor, con algunas instrucciones sobre el
comportamiento que deben tener los cristianos: han de apoyarse en la oración y
preocuparse por la salvación de todos.
Del saludo epistolar
-“Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce tribus de
la diáspora”- y otros datos internos que
nos ofrece la carta, sólo hemos podido deducir que Santiago era una figura que
gozaba de gran autoridad pastoral y doctrinal sobre algunos cristianos que
vivían fuera de Palestina. La tradición ha reconocido en este personaje a
Santiago el “hermano” del Señor y Obispo de Jerusalén; del que sabemos que era
pariente de Cristo, hijo de Cleofás y María, una de las mujeres que acompañaban
a la Virgen junto a la cruz, y hermano de José y Judas. Junto a san Pedro
recibió la visita de san Pablo, después de su conversión, y cuando éste se fue,
quedó como cabeza de la comunidad de Jerusalén. Fue martirizado hacia el año 62
por instigación del Sumo Sacerdote Anano II; y algunos Padres lo identificaron
con Santiago el de Alfeo, uno de los Doce Apóstoles.
De las
circunstancias que motivaron la carta se conoce poco, aunque parece que en las
comunidades, a las que iba dirigida, estaban aflorando algunos defectos que
amenazaban su buena marcha: murmuraciones, envidias, rencillas, desavenencias
entre pobres y ricos; haciéndoles ver a éstos últimos que no pueden
desatenderse de los más desheredados, pensando sólo en su provecho. Como he
dicho, se discute el lugar y la fecha de composición; algunos piensan que fue
escrita en la década de los setenta, admitiendo la posibilidad de que, después
de la muerte de Santiago, un discípulo la redactara poniendo por escrito sus
enseñanzas. Otros, sin embargo, defienden una fecha más temprana; pero lo que
sí parece más probable, es que el lugar de su composición haya sido Jerusalén.
La enseñanza que da
unidad a toda la carta es la coherencia entre la fe y la vida del creyente: el
comportamiento cristiano ha de reflejar en cada momento la fe que se profesa;
subyaciendo, a lo largo del escrito, los elementos doctrinales. Muchas de sus
exhortaciones evocan las palabras de Jesús contenidas en el Discurso de la
Montaña del Evangelio de san Mateo; y entre los temas que merecen mayor
atención destacan: la cuestión de la fe y las obras y el sacramento de la
Unción de los enfermos.
Por eso vamos a repasarlas por separado:
·
La fe y las obras: Con sencillez y viveza, el autor sagrado expone la doctrina sobre la fe
y las obras, especialmente en 2,14-26, de una manera que recuerda a los libros
sapienciales. Santiago enseña que la fe si no va acompañada de las obras, está
muerta; y este concepto no presentó ningún problema, hasta el siglo XVI, cuando
Lutero vio un obstáculo para él ante su insistencia en la justificación por la
sola fe, que era como interpretó las palabras de san Pablo. Tal oposición, sin
embargo, es ficticia, ya que aunque el vocabulario así lo parece, la
perspectiva nos marca la diferencia. Las obras para Santiago son el
comportamiento moral del que cree ya en Jesús, un comportamiento que debe ser
coherente con la verdad aceptada; en cambio para san Pablo, en polémica con los
“judaizantes”, las obras son las normas legales de la Antigua Ley, que no
justificarían ya a un gentil, una vez que Jesucristo ha promulgado la Nueva
Ley. Para ambos autores es necesaria la adhesión a Dios, en una fe que se debe
reflejar en una vida cristiana acorde con ella. Esta coherencia cristiana entre
fe y obras que reclama Santiago, la exige también san Pablo cuando escribe que
“la fe actúa por la caridad” (Ga 5,6) o “el que ama al prójimo, ha cumplido
plenamente la ley” (Rm 13,8) o cuando se refiere al justo juicio de Dios “el
cual retribuirá a cada uno según sus obras” (Rm 2,6). Más que presentar la
carta de Santiago una oposición o corrección a la doctrina paulina, lo que hace
es salir al paso de una mala interpretación de las enseñanzas del Apóstol,
insistiendo en que la fe debe reflejarse en el comportamiento.
·
La Unción de los enfermos: Aparte de la alusión a la unción con el aceite en Mc 6,13 “…expulsaban muchos demonios y ungían con
aceite a muchos enfermos y los curaban”; esta carta es el único lugar del Nuevo
Testamento donde se nos habla expresamente de la unción de los enfermos: “¿Está
enfermo alguno de vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que
oren sobre él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de la
fe salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y si hubiera cometido
pecados le serán perdonados” (St 5, 14-15). El texto enseña que la oración
sobre el enfermo y la unción para lograr su curación por parte de las
autoridades reconocidas -los
presbíteros- constituía una acción
sagrada que continuaba la de Jesús.