Evangelio según San Juan 3,16-18.
Sí,
Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree
en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Juan, vemos como el Señor mantiene una conversación con Nicodemo;
y lo primero que ha querido dejar claro el Maestro, a ese fariseo que ha
sentido la inquietud íntima y profunda de la vocación, es que para entender
todo lo que Él dice, no sólo hace falta el conocimiento y la instrucción, sino
la fe. Jesús le habla del misterio de la Trinidad: de un Dios que es en su
unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y le menciona la necesidad que tiene el
hombre de ser salvado, para poder acceder a la vida divina.
Pero esa redención, prometida a nuestros
primeros padres en el Paraíso, es la manifestación suprema del amor de Dios;
que envía a su Verbo, a su Conocimiento y Sabiduría, para que se encarne de
María Santísima y, como Hombre, decida en libertad obedecer a los planes
divinos de la salvación. Y hay que tener claro que, tanto para aquellos
inmediatos destinatarios del Evangelio, como para todos los que ahora
compartimos su lectura, esas palabras constituyen una llamada apremiante a
corresponder al sacrificio, que ha hecho por nosotros el Señor.
Cristo nos ha
liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, que llevaba en sí
la absoluta perspectiva del sufrimiento, a través de su sufrimiento
sustitutivo. Solamente con esa locura del amor divino por el hombre, se explica
que todo un Dios se someta a la limitación y la temporalidad de la carne;
asumiendo la naturaleza humana, para devolver a sus hijos la capacidad perdida
de compartir eternamente la Gloria, junto a Él. Pero esa entrega de Cristo, que
habla con el Doctor de la Ley, constituye una llamada apremiante a cada uno de
nosotros para corresponder a su amor, aceptando su salvación. Nos espera en su
Iglesia para que, a través del Bautismo, recibamos su Gracia y seamos capaces
de vivir consecuentemente con nuestra fe; manifestando con actos buenos, lo que
siente nuestro corazón.
Corresponder al
Maestro es un imposible para nosotros, pobres mortales heridos en nuestra
naturaleza, si no gozamos de la fuerza del Espíritu que nos llega a través de una
intensa vida sacramental. Porque frecuentar el regalo divino de Cristo a su
Iglesia, es trascendernos y comenzar, en esta tierra, a participar de la vida
sobrenatural. Corresponder al Hijo, es ofrecerle nuestro sufrimiento –que inevitablemente llegará- como
correndención; compartiendo a su lado esos momentos de dolor, que Él vivió aquí
en la tierra: Es, arroparle con nuestro cariño, en esa gruta de Nazaret, cuando
no encontró lugar ni cobijo donde nacer. Es, abrazados a Él, recibir algún
latigazo durante la flagelación. Es, soportar el peso de la cruz sobre nuestros
hombros, cuando cansados nos parece que ya no podemos más ante los problemas
del día a día, para que el Señor descanse un poco. Es, dar testimonio a sus
pies, en el Calvario, viendo su Cuerpo destrozado y sangrando, cuando se
requiera que defendamos la Verdad ante aquellos que nos increpan o nos
ridiculizan. Es, en resumen, vivir con coherencia el amor a nuestro Dios; que
no es, ni más ni menos, que la respuesta insuficiente ante el Amor sin medida,
de Cristo Nuestro Señor.