15 de junio de 2014

¡Vivamos la coherencia cristiana!



Evangelio según San Juan 3,16-18.


Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, vemos como el Señor mantiene una conversación con Nicodemo; y lo primero que ha querido dejar claro el Maestro, a ese fariseo que ha sentido la inquietud íntima y profunda de la vocación, es que para entender todo lo que Él dice, no sólo hace falta el conocimiento y la instrucción, sino la fe. Jesús le habla del misterio de la Trinidad: de un Dios que es en su unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y le menciona la necesidad que tiene el hombre de ser salvado, para poder acceder a la vida divina.

  Pero esa redención, prometida a nuestros primeros padres en el Paraíso, es la manifestación suprema del amor de Dios; que envía a su Verbo, a su Conocimiento y Sabiduría, para que se encarne de María Santísima y, como Hombre, decida en libertad obedecer a los planes divinos de la salvación. Y hay que tener claro que, tanto para aquellos inmediatos destinatarios del Evangelio, como para todos los que ahora compartimos su lectura, esas palabras constituyen una llamada apremiante a corresponder al sacrificio, que ha hecho por nosotros el Señor.

  Cristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, que llevaba en sí la absoluta perspectiva del sufrimiento, a través de su sufrimiento sustitutivo. Solamente con esa locura del amor divino por el hombre, se explica que todo un Dios se someta a la limitación y la temporalidad de la carne; asumiendo la naturaleza humana, para devolver a sus hijos la capacidad perdida de compartir eternamente la Gloria, junto a Él. Pero esa entrega de Cristo, que habla con el Doctor de la Ley, constituye una llamada apremiante a cada uno de nosotros para corresponder a su amor, aceptando su salvación. Nos espera en su Iglesia para que, a través del Bautismo, recibamos su Gracia y seamos capaces de vivir consecuentemente con nuestra fe; manifestando con actos buenos, lo que siente nuestro corazón.

  Corresponder al Maestro es un imposible para nosotros, pobres mortales heridos en nuestra naturaleza, si no gozamos de la fuerza del Espíritu que nos llega a través de una intensa vida sacramental. Porque frecuentar el regalo divino de Cristo a su Iglesia, es trascendernos y comenzar, en esta tierra, a participar de la vida sobrenatural. Corresponder al Hijo, es ofrecerle nuestro sufrimiento  –que inevitablemente llegará- como correndención; compartiendo a su lado esos momentos de dolor, que Él vivió aquí en la tierra: Es, arroparle con nuestro cariño, en esa gruta de Nazaret, cuando no encontró lugar ni cobijo donde nacer. Es, abrazados a Él, recibir algún latigazo durante la flagelación. Es, soportar el peso de la cruz sobre nuestros hombros, cuando cansados nos parece que ya no podemos más ante los problemas del día a día, para que el Señor descanse un poco. Es, dar testimonio a sus pies, en el Calvario, viendo su Cuerpo destrozado y sangrando, cuando se requiera que defendamos la Verdad ante aquellos que nos increpan o nos ridiculizan. Es, en resumen, vivir con coherencia el amor a nuestro Dios; que no es, ni más ni menos, que la respuesta insuficiente ante el Amor sin medida, de Cristo Nuestro Señor.