17 de junio de 2014

¡No le fallemos nunca!



Evangelio según San Mateo 5,43-48.


Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo, es la culminación de toda la enseñanza que Jesús viene dándonos, en los textos de estos últimos días. El resumen de sus palabras se podría identificar con el precepto del Levítico, donde el Señor nos insta a ser santos, como Él es santo:
“Porque Yo soy el Señor, vuestro Dios: santificaos  y sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11,44)
De esta manera, Jesús lleva la Ley a su plenitud; explicándonos que su cumplimiento radica en la imitación por parte del hombre, del Padre celestial.

  Ahora bien, todos sabéis que, a través de Jesucristo –el Verbo encarnado y la Palabra divina hecha Carne- los hombres hemos adquirido el verdadero conocimiento de Dios. Por eso, aprender y comportarnos como verdaderos hijos del Altísimo, pasará por imitar a Cristo y, haciéndonos uno con Él, cumplir sus preceptos. Pero su ejemplo transcurre, indiscutiblemente, por el camino del amor. Ese amor incondicional que surge, como un manantial, del corazón de Jesús, que nos enseña a no hacer acepción de personas, cuando se trata de saciar su sed. Amor que significa buscar el bien de nuestros hermanos, y no hay mayor bien, que transmitirles la fe. Por eso, cada uno de nosotros debe pedir al Señor por aquellos que nos odian, sobre todo si Jesucristo o su Iglesia, son la causa de su resquemor. Todos y cada uno de ellos, han sido creados por Dios a su imagen y semejanza y, aunque ellos mismos lo ignoren, esa es la altísima dignidad que debe prevalecer sobre cualquier diferencia: ya sea de color, opinión, raza o religión.

  El cumplimiento de la Ley es, como nos dice el Maestro, llegar a la santidad; pero lo que ocurre es que todos sabemos las dificultades que eso entraña y la imposibilidad de lograrlo, si Dios no nos da su Gracia. Por eso Jesús nos llama a intentarlo con todas nuestras fuerzas, imitando su ejemplo; elevándonos, a través del Bautismo, a rango de familia cristiana. Porque es, a través de los Sacramentos, donde alcanzaremos la fuerza necesaria para trascendernos y alcanzar la finalidad para la que hemos sido creados: compartir con Dios su gloria, eligiendo libremente imitar a nuestro Hermano Mayor, Jesucristo.

  Alcanzar la santidad, es alcanzar la redención. Ya que nadie debe creer que salvarse, es como aprobar un examen; mientras que ser santo, es haber conseguido un sobresaliente. No; solamente los que se hayan identificado con Cristo, a través de los Sacramentos, y hayan sido fieles, con sus actos, a la Palabra anunciada y transmitida, conseguirán tener en sí mismos esa vida divina, que no termina jamás. Y esa vida sobrenatural, que es la fuerza del Espíritu, es la que nos elevará a ser en Dios, santos. Y si Dios es, como lo define san Juan en su Evangelio, Amor, está claro que para cualquiera de nosotros responder como discípulos suyos, sólo admitirá un camino, una trayectoria: el de abrir nuestros brazos a todos aquellos hermanos que precisen o requieran nuestra ayuda, para obtener la salvación.

  Y los que más la van a necesitar son aquellos que, justamente, están más apartados del Señor y, por ello, los que menos nos van a entender; alcanzando quizás, una posición enfrentada con nosotros que, en según que lugar, época y circunstancia, los puede llegar a convertir en nuestros enemigos. Hay que rezar por todos, pero sobre todos por aquellos que no se reconocen en la imagen divina. No olvidemos que Cristo nos llamó a unir, no a separar; y nos pidió que olvidáramos las diferencias, para centrarnos solamente en las semejanzas. Nos impulsa a elevar nuestros ojos a la cruz y entender que Él no murió por defender unos derechos, sino por redimir a los hombres, a través de un sufrimiento sustitutivo, con un amor incondicional e inmenso.

Ser santo es ser misericordioso; es darse sin medida; es querer sin esperar ser correspondido; es mirarse en los ojos de Cristo y aprender de su ejemplo constante. Pero todo esto, como os digo siempre, será imposible de alcanzar sino recurrimos a la fuente viva de la Caridad divina: el costado abierto de Cristo en la Cruz, donde brota el agua sacramental y toma sentido la Iglesia Santa. Formamos parte del Pueblo de Dios, y somos miembros de su Cuerpo Místico, por tanto llamados por el propio Cristo a compartir la santidad ¡No le fallemos!