4 de junio de 2014

¡El puzzle de la vida!



Evangelio según San Juan 17,11b-19.


Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo:
"Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros.
Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura.
Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto.
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno.
Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad.
Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo.
Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan comienza con unas palabras, que deben servir para fortalecer el corazón de todos los cristianos: Jesús le pide la Padre que nos cuide, cómo lo hacía el Señor cuando se encontraba entre nosotros. Porque aunque a veces nos parezca que caminamos solos por esta vida, haciendo frente a los errores cometidos por los hombres en aras de su libertad, Dios está pendiente de nosotros y pone todos los medios para que, si queremos, seamos capaces de alcanzar la felicidad –que no está exenta de tribulación- en la posesión divina. 

  Cada momento y cada circunstancia que padecemos o disfrutamos, es utilizada por el Señor para completar el “puzzle” de nuestra salvación. Ahora bien, y como os repito siempre, que nadie se lleve a engaño pensando que como Dios es inmensamente bueno, dejará de ser inmensamente justo; ya que nos deja bien claro, que el que no quiera sujetar “su mano” por propia voluntad, se ahogará sin remedio en las aguas turbulentas de este mundo. Como veremos en todo el Evangelio de san Juan, el término “mundo” tiene varias acepciones; ya que designa, en algunos momentos, el conjunto de la creación y, dentro de ella, a los hombres a los que Dios ama entrañablemente. Pero también indica, con el mismo nombre, a los bienes caducos de la tierra que pueden presentar oposición a los bienes del espíritu; representando para el género humano más pronto una tentación, que un beneficio. No quiere decir eso que el Padre no nos permita disfrutar de todo aquello que ha salido de sus manos y es fruto de nuestro trabajo; sino que no desea que nos apeguemos a las cosas y pongamos nuestra seguridad, o satisfacción personal, en ellas. Ya que todo lo creado debe ser medio para llegar a Dios y nunca debe ser buscado, como un fin en sí mismo.

  Nos dice Jesús que Él nos ha dado lo único imprescindible en nuestra vida, para alcanzar la verdadera Vida: su Palabra. Y es que no hemos de olvidar que la Palabra encarnada es Cristo, y su Evangelio el camino seguro que nos llevará a encontrarnos con el Maestro, en la frecuencia sacramental de la Iglesia. Para eso se entregó el Señor, en el altar del sufrimiento; para eso dio su Cuerpo, para que todos alcanzáramos la Vida. Lo hizo para que cada uno aprenda a ser y vivir, como ese ciudadano del mundo que no tiene casa permanente y está de paso cumpliendo fielmente la misión encomendada: expandir al mundo el mensaje salvador de Cristo y, como Iglesia, acercar a sus hermanos a su morada definitiva.

  El Señor sabe que para que esto resulte, es necesaria la unidad de todos los cristianos; y por ello pide, a través de esta oración sacerdotal al Padre, que no lo olvidemos y que luchemos para conseguirlo. Es la petición del Hijo de Dios por su Iglesia que, cómo su Cuerpo Místico, debe ser fiel reflejo de la unión de todos los bautizados. Cada uno de nosotros, que hemos recibido el Espíritu Santo, debemos fundirnos en una identidad y voluntad común entre Dios y nuestros hermanos. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que se pierda la identidad o el carisma personal con el que servimos a Dios; sino que por la inhabitación del Espíritu, al estar en Gracia, nos unamos en la diferencia y subsistamos en Dios a imagen de la Trinidad, con nuestras respectivas singularidades. Y ese primer fruto de la unidad de la Iglesia es, sin duda, la proclamación de la misma fe de todos los hombres en Cristo, y el mismo cumplimiento de la misión divina: confesamos el mismo Credo; celebramos el mismo culto, y vivimos la concordia fraterna de la familia de Dios. Somos, o debemos ser, el modelo supremo de ese misterio trinitario: la unidad en un solo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

  Cristo termina su oración pidiendo que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad; eso es, para el Señor, la principal necesidad que tiene el ser humano. Dios se ha revelado, a través de Jesucristo, y nos ha introducido por Él, en la Vida divina que culminará en el Cielo. Sabe que conocerle no es sólo amarle, sino amándole, entregar la vida por los demás. Y si todos actuáramos de esta manera, el mundo sería un lugar maravilloso donde no habría odios, ni injusticias ni especulación. Hoy, como siempre, hasta aquellos que nos hablan de equidad y honradez lo hacen desde el rencor y la violencia; olvidando que nada bueno puede salir, de aquello que ya comienza mal, porque han olvidado a Dios. La historia nos ha dado claros ejemplos de “salvadores” que nos han llevado a los más profundos y horrendos precipicios, donde los derechos humanos han sido totalmente vilipendiados, en aras de la voluntad popular.

  Por eso son ahora unos buenos momentos para incrementar con el Señor nuestra oración al Padre, pidiéndole aquello que con tanto “tino” rogó en su tiempo Timoteo:
“Por eso, te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones, acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y todos los que ocupan altos cargos, para que pasemos una vida tranquila y serena con toda piedad y dignidad. Todo ello es bueno y agradable ante Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4)
No excluyamos a nadie de nuestras peticiones, sino que, muy al contrario, intensifiquémoslas por aquellos que, en su ignorancia, piensan y viven como si Dios no existiera.