21 de junio de 2014

¡No hacemos nada raro!



Evangelio según San Mateo 6,24-34.


Dijo Jesús a sus discípulos:
Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero.
Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?
¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?
¿Y por qué se inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer.
Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos.
Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe!
No se inquieten entonces, diciendo: '¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?'.
Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan.
Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura.
No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo, nos remite a esas palabras de Jesús que hace muy poco que acaba de pronunciar, y donde nos mostraba la actitud que era propia del cristiano, cuando rezaba el Padrenuestro: el descanso del hombre en la Providencia, frente a los avatares de esta vida; y la confianza total en Dios, ante los sucesos que surgen y que escapan a nuestro control. Sabe el Señor las distintas y complicadas circunstancias que nos vamos a encontrar; conoce cada una de las tribulaciones que nos pueden surgir. Por eso nos requiere para que no seamos presa del desasosiego, que nos quita la paz. Recordándonos que nuestro Padre es exactamente eso, un Padre que siempre está pendiente de sus hijos y que permite que se equivoquen, en el uso de su libertad, para que aprendan de sus errores; forzándolos a madurar en la dificultad, que es la mejor escuela donde templar las voluntades. Que sigue tan de cerca nuestros pasos, que nunca permitirá, si buscamos sus brazos, que no encontremos el cobijo de su amor.

  Dios, os lo repito siempre, no es alguien extraño y ajeno al mundo en el que vivimos, como nos quieren hacer creer algunos; y solamente basta contemplar el orden perfecto de la naturaleza, para tener la certeza de su cuidado constante. Todas las desgracias naturales que nos aquejan, no son causadas por el Señor; sino que son el producto del pecado, que fomenta en nuestro interior el egoísmo, el orgullo y la prepotencia. Usamos las cosas de la tierra como si fueran nuestras, olvidando que sólo somos usufructuarios de los bienes de este mundo. Que estamos llamados a protegerlos y, gozando de ellos, transmitirlos a las nuevas generaciones. Recuerdo una preciosa y precisa frase, que me sirvió muchísimo para entender el peligro de creerse dueño y señor de todo lo creado; olvidando la ley natural, que Dios ha imprimido en el interior de todas las cosas y que, por ello, debe ser respetada: “Dios perdona siempre, el hombre algunas veces y la naturaleza, nunca.”

  Cada uno de nosotros, como todo lo que nos rodea, lleva el sello divino de su Creador; y como ocurre con todo nuestro entorno -provocamos grandes catástrofes, al alterar su orden- le puede ocurrir lo mismo a la obra más preciada de Dios, el ser humano. Si no somos fieles a las recomendaciones divinas, nos volveremos incapaces  de alcanzar la felicidad a la que hemos sido llamados. Y no olvidemos nunca que nuestro destino, así como nuestro principio, es descansar en el Señor. No creo que nadie perdiera la oportunidad de comprobar si es cierta una oferta que nos beneficia y que parte, no del interés, sino de la generosidad y magnificencia del que nos la ofrece. Pues bien, ese Jesús de Nazaret que vivió entre nosotros, padeció y dio su vida por nosotros, resucitando para que nosotros no muriéramos jamás, nos insta a comprobarlo, descansando en el cuidado y la protección divina. Lo único que nos pide para ello –el único requisito- es que tengamos una fe recia; y si la tenemos, se compromete a inundar nuestro corazón de paz.

  La verdad es que no veo tan rara esa premisa, cuando somos capaces de poner en nuestras muñecas, pulseras de la suerte; visitar y consultar a personajes variopintos, que nos hablan de futuros inciertos; o participar de juegos de azar, a la espera de que nos toque ese premio que nos arreglara la vida… Jesús nos habla de la certeza de su Palabra, que se ha manifestado con los hechos; y esos hechos son visibles cada día, a todos aquellos que no queremos cerrar nuestros ojos a la Verdad divina. Si pusiéramos nuestra esperanza en Dios, nuestro desasosiego desaparecía; porque la intranquilidad es propia de los que no conocen al Sumo Hacedor. De los que han perdido –o no han tenido nunca- ese sentido sobrenatural que nos insta a contemplar la misericordia divina, que ha impregnado la historia de los hombres. Si no fuera por el incondicional amor de Dios, este mundo hubiera desaparecido como tal, hace muchísimos años.

  La verdad es que el diablo lo sigue intentando, sembrando el corazón de los hombres de odio, envidias y recelos. Pero tú y yo, que somos cristianos, tenemos todos los motivos para caminar con optimismo y alegría por los caminos de la tierra: sabemos que nuestro Padre nos cuida, porque somos hijos suyos que buscan con ahínco su protección. Y el convencimiento de conseguirlo, nos lleva a vivir con serenidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles y buscando agradar a Dios, para alcanzar el Reino. En cada momento y en cada lugar, hemos de ser testimonios de esa paz que inunda el alma de los bautizados. No hacemos nada raro, al contrario, hacemos lo cotidiano con visión trascendente, que nos permite ver en cada circunstancia de la vida, la ocasión más propicia para demostrar al Señor nuestra fidelidad. Todo nos lleva a Dios; aceptémoslo pues con alegría y sumisión, como muestra de confianza en su amantísima voluntad. Y eso, no os equivoquéis, no está reñido con intentar cambiar el mundo a mejor, erradicando el fruto del pecado y buscando la justicia; sino ser capaces de cambiar, lo que puede ser cambiado, y aceptar lo que nos sobrevenga y no esté en nuestras manos solventarlo. Somos dependientes ¡aceptémoslo! Porque somos los hijos pequeños de un Padre, que es inmenso en su Amor.