Evangelio de san Lucas 22, 14-20
Cuando llegó la hora, se
puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: Con ansia he deseado comer esta
Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más
hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios. Y recibiendo una copa,
dadas las gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo
que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que
llegue el Reino de Dios. Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se
lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en
recuerdo mío.» De igual modo, después de cenar, hizo lo mismo con una copa de
vino, diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza, sellada con mi sangre, que es
derramada por vosotros.
COMENTARIO:
En este Evangelio de Lucas, contemplamos los
aspectos esenciales que se derivan de las acciones de Jesús, en esta cena:
porque la participación del ágape pascual que el Maestro va a compartir con los
suyos, es un anticipo del sacrificio de la cruz, donde el Señor se ofrecerá por
el perdón de nuestros pecados.
A través del poder de la Palabra divina hecha
Carne, se constituye en el mundo esa Nueva Alianza eterna entre Dios y los
hombres –anunciada por Jeremías- donde Cristo
instituye el sacramento de la Eucaristía en su Iglesia, presente en aquellos
Apóstoles. Para, mediante ese rito, hacer presente y actualizar –con la
“memoria”- la liberación definitiva por parte del Padre a través de su Hijo, de
cada uno de los hombres. Liberación de
las cadenas del pecado, que nos tenían atados al diablo; condenándonos a una
muerte imperecedera. Liberación que nos permite aceptar la Gracia divina y así
superar nuestras debilidades y errores, con la fuerza del Espíritu, para
alcanzar la santidad y compartir con el Señor la Vida eterna.
Cristo, con sus palabras iniciales, indica
que se instaura una nueva realidad que nos trasciende, donde se cumplen las
promesas del Antiguo Testamento: la Sangre del Cordero inmaculado, derramada; y
su Carne entregada generosamente por nosotros, se hará presente de forma
incruenta en la Iglesia, cada vez que se renueve el sacrificio del Altar. Es
tan inmenso lo que va a suceder en el Calvario; es tan tremendo que, por amor,
Dios se haya hecho Hombre para morir, redimiéndonos, clavado en un madero, que
no es de extrañar que este gesto tan sublime –que Cristo ofreció de una vez
para siempre en la cruz- permanezca actual, como si el tiempo no hubiera pasado
y se hubiera detenido en aquel instante… renovándose en el Tabernáculo,
mientras se realiza la obra de nuestra salvación.
No podemos olvidar que en estas palabras del
Maestro, cobra sentido el discurso del Pan de Vida, que anteriormente dio Jesús
en Cafarnaún. Ahora sus discípulos pueden entender aquel mensaje en el que el
Señor les dijo que les daría a comer su Carne y beber su Sangre; porque era una
condición imprescindible para alcanzar la salvación y, por ello, la Vida
eterna. En aquel momento comprendieron, y muchos se escandalizaron abandonando
el grupo, que los términos que utilizaba Jesús eran de un realismo tan fuerte,
que excluía cualquier interpretación en sentido figurado. Ahora deducen que,
mediante la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el
Señor se hace presente en este Sacramento. Y que es a través de este “memorial”
entregado a su Iglesia, donde nuestro Dios estará con nosotros, hasta el fin de
los tiempos.
Por todo lo escuchado, asumen que será
imprescindible para los cristianos recibir a Jesús en su interior, si quieren
participar de esta vida divina, que no termina jamás. Y así lo manifestarán,
haciendo de la Eucaristía el centro de su predicación y su culto. Mientras el
mundo sea mundo, la Iglesia oficiará la Santa Misa y proclamará el Misterio de
Cristo, donde unimos todas nuestras ofrendas a la entrega del Hijo al Padre,
como hostia santa. Ese sacrificio, de valor incalculable, es el que nos da la
esperanza de ser siempre escuchados por nuestro Dios; no por los méritos que
tenemos, que son muy pocos, sino por los de Cristo, que los une a los nuestros,
y son inmensos.
Permitirme que, ante lo que acabamos de
escuchar, haga una reflexión que me parece de vital importancia para todos
aquellos que formamos la familia cristiana: poco se puede comentar de un texto
que se explica por sí solo, al admitir el Señor que no habla en parábolas; y
que es la antesala del misterio de la Redención. Casi nada se puede decir ante
la inmensidad del hecho que está sucediendo, y donde Cristo nos deja claro
–transparente- que ese pan y ese vino, a
partir de las palabras consagratorias, se convertirán en su Cuerpo y su Sangre.
Y que espera que, si queremos salvarnos, compartamos con nuestros hermanos esa
Eucaristía, que va a transformar nuestra alma, para llevarnos a nuestro fin.
Porque nadie se queda indiferente ante la recepción de Cristo; que nos inunda
con la Gracia de su Espíritu.
Por eso no se explica que, ante semejante
tesoro –muestra del amor y la generosidad divina- los hombres decidamos
recibirlo bajo mínimos y conformarnos con “comer” una vez a la semana. No
comprendo que nadie pueda ser tan ruin con el amado, salvo que ese alguien
todavía no haya descubierto la verdadera realidad de la Eucaristía Santa: Dios
mismo. Ese Cristo, que compartió su naturaleza humana con los hombres, para
divinizarnos; que caminó con nosotros por los senderos de la tierra,
regalándonos su cansancio; que estuvo a nuestro lado cuando la tribulación nos
superaba, confortándonos; y que sufrió lo indecible por nosotros, para que
pudiéramos gozar de la intimidad divina que habíamos perdido; es el mismo que,
Resucitando, ha querido quedarse por amor a nuestro lado. Su poder es inmenso y
lo ha certificado con sus actos, que han confirmado sus palabras: Él es el
Mesías esperado, el Hijo de Dios. ¿Crees que ante todo lo que le hemos visto
hacer, es lógico dudar de este nuevo hecho sobrenatural? Cuando si pudiéramos,
todos nos quedaríamos al lado de nuestros seres queridos. Entonces, ¿porqué
dudas? Y si no dudas ¿cómo no estás pendiente de recibirlo? ¡Plantéatelo!