Evangelio según San Juan 6,51-58.
Jesús
dijo a los judíos:
"Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
"Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Juan, Cristo transmite a todos aquellos hombres que le escuchan, el
misterio profundo de la Eucaristía. Cada vez que leo este texto, me impresiona
el realismo que le imprimió el Señor, y que tantos disgustos le causó; ya que
muchos de sus discípulos –al oírlo- se horrorizaron y se fueron escandalizados.
Jesús hubiera
podido, como había hecho tantas veces, explicar el significado de sus palabras,
si es que éstas hubieran tenido algún significado distinto del que acababa de
pronunciar; o bien, aclararles que estaba hablando, en sentido figurado, de
unos elementos que iban a tener el valor representativo de su Cuerpo y su Sangre
¡Pero no era así! Y por tanto, Jesús no podía mentir para dulcificar su
mensaje.
Solamente a la
luz de la fe, aquellos como nosotros, podían confiar en la Palabra –porque es
revelación de Dios- y entender y aceptar la realidad de la que les hablaba el
Maestro: que comeremos su Cuerpo y beberemos su Sangre –entregados por Cristo
en la cruz, para nuestra salvación- porque ese pan y ese vino se convertirán
substancialmente, en su Cuerpo y en su Sangre. Pero evidentemente, los oyentes
dedujeron el sentido propio y directo de las palabras de Jesús, y pensaron que
les estaba pidiendo un sacrificio antropófago. Dejando clarísimo que si lo
hubieran intuido en sentido figurado, no se hubiera generado tamaña discusión.
Pero como Dios escribe recto con renglones torcidos, esa reacción de sus
conciudadanos es la que motivó que el Señor dejara bien claro, para las
generaciones futuras que sabía que iban a cuestionar aquello que sus ojos no
podían contemplar, que no importaba lo que ellos creyeran, porque la realidad
de la Verdad divina se impondría, se impone y se impondrá, hasta el fin de los
tiempos.
La Iglesia, que
ha mantenido fielmente el depósito de la fe, nos hace presente esa
transubstanciación –como Cristo le encargó que lo hiciera- en cada sacrificio
de la Misa. Ese Sacramento, entregado por el Maestro a su Cuerpo Místico, es el
regalo más grande que nos ha podido hacer Dios: se ha dado a Sí mismo para que cada
uno de los que le recibimos en gracia y libertad, podamos –haciéndonos uno con
Él- tener vida divina en nosotros. Cristo –que es la Vida- penetra literalmente
en nuestro interior, a través del Pan Eucarístico,
y nos diviniza; y así, cuando llegue el momento de regresar al Padre, podremos
abandonar todo lo que es mortal y participaremos de ese Dios, en la totalidad
del ser: en la plenitud. Solamente alcanzaremos la Gloria, no lo olvidemos, si
aquí colaboramos para recibir la Redención de Jesucristo.
Por eso el
Señor repite, y repetirá en innumerables ocasiones, que para salvarse es necesario
alimentarse de la Eucaristía. Y para ello, hace un paralelismo con el maná que
los hebreos recibieron en su camino a la tierra prometida. Necesitaban para
alcanzar su destino, subsistir; y para eso el Padre les suministraba ese
alimento celestial, de forma milagrosa y sobrenatural. Ahora sigue ocurriendo
lo mismo: estamos en este mundo, de paso, hasta alcanzar el Paraíso donde nos
espera el Señor para hacernos gozar, cara a cara, de su presencia. Pero para
poder llegar es necesario, hoy como entonces, esa comida espiritual que
alimenta nuestra alma con el manjar de su Persona. Si todo un Dios fue capaz de
hacer descender pan del Cielo, y eso nadie lo pone en duda ¿porqué ahora no va
a poder convertir el Pan en su Cuerpo? El Señor ha hecho tantas maravillas en
la historia de la salvación, que lo triste es que los hombres nos hemos
acostumbrado y, por ello, hemos dejado de sorprendernos, ignorándolo. Es tan
grande el don que hemos recibido, que el propio Jesús nos insiste en que,
cuando recemos la oración del Padrenuestro, lo pidamos con asiduidad. Porque de
nada nos servirá conservar la vida, sí perdemos la verdadera Vida, que no tiene
fecha de caducidad.
Si de verdad os
lo creéis, y si sois cristianos no tiene sentido dudar de la Palabra divina, no
comprendo cómo podéis ser tan cetrinos en la recepción eucarística; o como sois
capaces de comportaros ante la presencia de la Hostia Santa, como si Jesús no
estuviera. Somos cada uno de nosotros, los que estamos llamados a demostrar al
mundo, con nuestra actitud, que creemos firmemente que esa oblea consagrada, es
el Cuerpo de Nuestro Señor; y que estamos, como lo estuvieron aquellos primeros
mártires que murieron para evitar que fuera ultrajada, dispuestos a mantener
esa verdad con el ejemplo de nuestro hacer y la entrega de nuestro existir.