1 de junio de 2014

¡Dios con nosotros!



Evangelio según San Mateo 28,16-20.


En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.
Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron.
Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra.
Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo se percibe la dificultad que tenían algunos discípulos, para aceptar la resurrección de Cristo y adorarlo como el Hijo de Dios. A pesar de que la mayoría habían creído en los milagros que el Señor había realizado en su caminar terreno, y que todos habían intentado comprender las palabras en las que el Maestro les confirmaba con sus hechos, las Escrituras, no podemos olvidar que aquellos hombres provenían del judaísmo y que habían crecido escuchando las explicaciones rabínicas de un Mesías guerrero. De un Personaje que se consideraba que, con su presencia, libertaría al pueblo de Israel de la dominación romana; devolviendo el poder y el orgullo que, como nación sometida, habían perdido.

  Para todos ellos, Cristo rompe sus esquemas y les habla de la liberación del pecado, que es la principal y vital esclavitud. Les habla del cumplimiento, para salvarse, de unos mandamientos basados en el amor, en el olvido del odio y, consecuentemente, en el perdón de las ofensas infringidas. Les exige que vean, hasta en sus enemigos, a esos hermanos por los que el Señor ha derramado hasta la última gota de su sangre. Les pide a ellos, que viven para odiar, que trasciendan este mundo y siembren paz, en medio de una sociedad que sólo busca soluciones en la guerra.

  Evidentemente, Jesús ha removido sus cimientos y les ha solicitado un acto de fe; el mismo que nos ha pedido a nosotros. Supongo que muchas veces hemos pensado que si nos hubiéramos encontrado al lado de Jesús, en aquel tiempo, todo hubiera sido más fácil. Que hubiéramos creído, porque hubiéramos contemplado lo evidente. Pero el Evangelio nos demuestra que eso no es así; que muchos de sus contemporáneos justificaban los milagros. Y ante la resurrección, no acaban de aceptar a Cristo como el Mesías prometido, porque no se ajusta a sus perspectivas históricas. Siempre, siempre, Dios pedirá al hombre que quiera creer, porque se fía de Él.

  Pero el Señor les recuerda que es a Él a quien Dios ha otorgado toda la potestad del cielo y la tierra; y que ese es el motivo de que haya vencido a la muerte. Está ante ellos, porque es el Señor de la Vida; Aquel que ha dominado al Maligno y ha roto las cadenas que ataban al hombre al fruto del pecado. Él es el cumplimiento de las palabras proféticas de Daniel, donde anunciaba que al Mesías se le daría el dominio, el honor y el reino. Un dominio eterno que no pasaría jamás y no sería destruido.

  Cristo quiere que perciban con sus ojos, y acepten con su corazón, su omnipotencia divina; porque ése es un atributo exclusivo de Dios que se hace patente en estos momentos ante aquellos hombres, que temen aceptar lo que la razón se niega a admitir. Rendir el entendimiento, que no encuentra explicaciones lógicas a los hechos, es remodelar nuestra vida y estar dispuestos a ser testigos en medio del mundo –cueste lo que cueste- de una Verdad incómoda que hay que mantener y defender. Aquellos hombres, en el fondo, luchaban ante el compromiso de la aceptación de Jesús como el Salvador, y el miedo a los problemas que eso iba a acarrear entre los suyos.

  Creer en la resurrección de Cristo era y es, aceptar su divinidad y ser fiel a su Palabra; es, indiscutiblemente, cumplir con sus preceptos y hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Suerte tenemos, y tuvieron aquellos primeros, que Jesús nos conoce a la perfección y sabe que sin Él, sin su Gracia, somos incapaces de ver y responder a su llamada. Que por ese pánico, fruto de la debilidad de nuestra naturaleza, que paraliza nuestro querer, podemos justificarlo todo, hasta lo más injustificable. Y nos indica que, como Iglesia –que es la “convocatoria” de todos los bautizados en Cristo- cada uno de nosotros recibirá la fuerza de su Espíritu y nos inundará la Luz, que nos hará contemplar la Verdad sin condiciones. Es ese momento en que cada palabra, cada hecho y cada manifestación del Maestro, adquiere su lugar adecuado para poder contemplar el mosaico completo de la realidad divina de la salvación.

  Somos nosotros, los cristianos, en donde se han cumplido las promesas dadas a Moisés, como pueblo de Dios. Y es por eso que Jesús insiste en que es a ese Nuevo Pueblo de Dios –la Iglesia- al que se le concederá lo que el profeta pidió a su Señor, cuando sacó a Israel de Egipto, camino de la tierra prometida:
“El Señor respondió:
-Yo mismo caminaré contigo y te daré el descanso.
Continuó Moisés:
-Si no vienes Tú mismo, no nos hagas partir de aquí; pues ¿en qué se notará que tu pueblo y yo hemos hallado gracia a tus ojos, si no caminas con nosotros? Así tu pueblo y yo nos distinguiremos de los demás pueblos que hay sobre la tierra.
El Señor le dijo a Moisés:
-Esta petición que me has dirigido también te la concederé, porque has hallado gracia a mis ojos y te conozco personalmente” (Ex 33, 14-17)

  Nuestro Dios ha cumplido su palabra, enviando su Palabra al mundo. Este Verbo encarnado, que hoy vuelve al Padre para enviarnos su Paráclito y que se ha entregado por nosotros en un acto de amor incondicional, se queda en los Sacramentos entregados a su Iglesia, para que participemos de su vida divina. Se queda para todos aquellos que, como Iglesia, aceptamos con fe y esperanza el mensaje de la Redención. Nos espera con esa paciencia, que sólo es fruto de un “corazón” enamorado, en la especie eucarística; para venir a formar parte de nosotros, como huésped inseparable de nuestra alma en gracia. Dios está, si queremos, siempre con nosotros.