6 de junio de 2014

¡Aprendamos de los errores!



Evangelio según San Juan 21,15-19.


Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos".
Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas".
Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas.
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras".
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: "Sígueme".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan vemos como el Señor, en contraste con las negaciones de Pedro, le exige ahora que busque en su interior y se reafirme en su fe. Porque creer es amar a Jesús de Nazaret; y reconociéndolo como el Hijo de Dios, caminar junto a Él por los senderos de la vida, hasta alcanzar la “Tierra Prometida”. Es compartir en la Iglesia –ese Nuevo Pueblo de Dios-, sus alegrías y, sin duda, sus dificultades. Es aferrarse con amor y por su amor, a esa cruz de cada día que nos hace corredentores al lado del Maestro.

  Por eso sabe Jesús lo que va a pedirle a Pedro y quiere que, libremente y sabedor ahora de sus debilidades, acepte el cometido de Pastor de su Iglesia. Y quiere que sea ahora, que es conscientes de sus fallos; porque sólo en la humildad se puede recibir la Gracia, que lo capacitará como Primado y Pastor de su rebaño. No le importan a Cristo las traiciones anteriores del Apóstol, sino su dolor por haberlas cometido y, en su arrepentimiento, el conocimiento adquirido sobre sí mismo que le ha hecho comprobar que sin la fuerza del Espíritu, era capaz de perpetrar errores que ni tan siquiera habría considerado.

  Cuantas veces Cristo nos pregunta a ti y a mí, si le amamos más que todos aquellos que le rodean; si estamos dispuestos a rectificar, porque sabe perfectamente cuantas veces le hemos abandonado. Cuántas hemos negado conocerle y, lo que es peor, las ocasiones en las que nos hemos comportado como si verdaderamente, no formara parte de nuestras vidas. Pero el Maestro nos ha hecho comprender, a su lado, que porque cuenta con nuestras infidelidades, nos ha dejado el Sacramento del Perdón. Y es allí donde Jesús vuelve a preguntarnos, a través del sacerdote, si estamos dispuestos a arrepentirnos y, apoyándonos en su Gracia, ser sus testigos en medio del mundo.

  A cada uno el Señor le pedirá una misión determinada dentro de su Iglesia, como miembros de su Cuerpo Místico: los brazos hacen una función muy distinta de las piernas, pero ambas son igual de necesarios, porque son complementarios para la buena funcionalidad de la totalidad. Pero eso sí, a cada uno le exigirá que de el ciento por uno y se comprometa en la realización del Reino de Dios, aquí en la tierra. A Pedro le confió una autoridad específica: el poder de atar y desatar, y la autoridad de gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Y lo hizo porque sabía que era la persona idónea, a pesar de sus carencias, para llevar a cabo ese cometido; así como que necesitaba, para poder cumplirlo bien y con fidelidad, la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

  Hasta el fin de los tiempos el Paráclito estará con nosotros distribuyendo la salvación, y manteniendo la Verdad de la fe y la fidelidad de la doctrina transmitida en la Iglesia Santa; porque, justamente, la santidad y la verdad de la Iglesia no proviene de sus miembros –pobres pecadores- sino del Espíritu que nos ilumina y nos mantiene fieles a Dios, si estamos en Gracia.

  El Padre nos ha creado con las características necesarias para llevar a cabo la tarea encomendada; pero el diablo, que lo sabe, intentará por todos los medios que no lo consigamos. A Pedro le tentó en unos momentos de desorientación, cuando prendieron a Cristo; y se aprovechó de sus miedos, que son muy humanos. Pero lo que Satanás no puede entender –porque es la carencia total de todo lo Bueno- es la fuerza que tiene el amor. Esas lágrimas de Pedro, posteriores a su negación, fueron fruto, no del fracaso, sino del sentimiento de haber abandonado al Maestro cuando más le necesitaba. Y esa situación, que Dios permitió, fue una lección para ese pescador que, días antes, se creía capaz de todo por sí mismo.

  Jesús quiere que ahora, contemplando a Simón, seamos capaces como él y con él –a través de sus sucesores- de reconocer nuestra limitación y recibir a través de los Sacramentos, esa vida divina que nos permite convertirnos en otros “Pedro”. Aquel hombre que sollozaba en el patio de Caifás, por no haber estado a la altura de las necesidades de su Maestro, será capaz de morir en una cruz –cabeza abajo- para dar testimonio a sus hermanos. La diferencia siempre estriba en que, reconociendo lo que somos, le pedimos a Dios con humildad la fuerza para llegar a ser fieles discípulos y miembros capaces de transmitir la salvación a todos los rincones del mundo. La Gracia nos espera, para recibirla en libertad, en la Iglesia. No pensemos que solos podemos; aprendamos de los errores y unidos a Pedro, recibamos el Espíritu Santo que nos eleva a la altísima dignidad de hijos de Dios, en Cristo.