3 de junio de 2014

¡No hay Gloria, sin conocimiento!



Evangelio según San Juan 17,1-11a.


Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo:
"Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti,
ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado.
Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste.
Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera.
Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra.
Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti,
porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste.
Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos.
Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado.
Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, que es la entrega de Cristo al Padre, de su próxima Pasión y Muerte, es lo que la Iglesia ha llamado “la oración sacerdotal de Jesús”. Primero, porque se propone como víctima por todos nosotros, y lo hace en ofrecimiento de nuestros pecados, como Sacerdote Sagrado. En ella el Señor pide la glorificación de su santísima Humanidad; es decir, que los hombres podamos descubrir en su realidad de Hombre, el esplendor, el poder y el honor que le corresponden como Dios. Que podamos entender que en el enaltecimiento de su naturaleza humana, estamos representados los hombres de todos los tiempos: en ella moriremos al pecado y con ella, resucitaremos a la vida de la gracia. Que seamos capaces de conocer, a través de los hechos y palabras de Jesús, la revelación total del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; porque solamente escuchando al Maestro, podremos alcanzar el conocimiento divino.

  Y hacerlo significa mostrar al mundo que, por amor, el Verbo se ha encarnado para salvar y redimir a los hombres. Porque todo un Dios ha querido darnos la posibilidad de alcanzar esa vida eterna, que perdimos, y así cerrar –al final de los tiempos- ese ciclo de la creación, donde fuimos concebidos para vivir en la gloria de Dios. Pero no hay gloria, nos dice Jesús, sin conocimiento divino; porque conocer es amar y amar es dar gloria. Es decir, que la alabanza de Dios no tendrá fin, allí donde el conocimiento de Dios sea pleno; y solamente gozaremos de a plenitud del conocimiento, si hemos escuchado, interiorizado y vivido a su Hijo, Jesucristo. Pero para llegar a ello es imprescindible seguir sus pasos y acompañarle por esos caminos de “Galilea”. ¿Cómo? Pues a través de su Palabra, oral y escrita –el Evangelio- y permaneciendo a su lado en los Sacramentos, entregados a su Iglesia con esta finalidad.

  Llegar al Cielo, nos dice el Señor en este texto, comienza aceptándole a Él, en esta tierra. Y Jesús sigue, a través de su oración, pidiéndole al Padre por sus discípulos. Sabe el Maestro que la tarea no es fácil, y que va a enviarnos al mundo como corderos entre lobos. Que ser fieles a la proclamación de la Redención de Cristo a los hombres, va a requerir para que sea efectiva, perseverar en la unidad divina, manteniéndonos santos. Y recordar que eso no significa no caer, sino intentarlo con todas las fuerzas y si sucede, levantarnos apoyándonos en la fuerza de Nuestro Señor, que siempre camina a nuestro lado.

  Es decir, que Cristo ruega a su Padre por todos nosotros –los de ayer, hoy y mañana- para que perseveremos en la doctrina dada: sin cambios, sin adulteraciones; y para que compartamos la comunión con Él. Sólo así, recibiendo la Luz para el conocimiento, y la Fuerza para la voluntad que nos entregará su Espíritu, conseguiremos alcanzar la meta trazada. Aunque como nos dirá muchas veces el Señor, para que nuestra fe sea verdadera debe manifestarse en actos de amor; y el principal es vivir esa unidad con Dios, a través de esa adhesión a sus discípulos. Porque esa vida en comunidad, donde vibramos con la alegría y padecemos con el dolor de nuestros hermanos, es la imagen clara de la unión que existe entre las Tres Personas divinas. Y no podemos olvidar ni por un momento que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; que no somos solamente unos animales, fruto de la evolución de la naturaleza. Y que hemos sido elevados por el Bautismo, a hijos de Dios en Cristo y, por tanto, miembros de la Iglesia; y ese es el motivo por el que cada uno de nosotros no puede encontrar su verdadera identidad y ser feliz, sino manifiesta esta semejanza divina, en la entrega sincera de sí mismo a los demás.

  No es de extrañar que en un mundo, cuyo principal mensaje es el individualismo y donde cada uno busca su propio beneficio, con el olvido del de sus hermanos, los hombres hayan perdido el sentido profundo de la felicidad. No es de extrañar que aumente la tristeza interior, y todo pierda su verdadero valor; porque esa es la finalidad que busca el diablo desde el principio de la creación: perder al hombre y hacerlo sufrir para así “ver sufrir a Dios”. No hay que olvidar que Cristo no es indiferente al sufrimiento humano, y lloró ante la desgracia de sus amigos; por eso ahora ruega al Padre por nosotros y para que nosotros, en libertad, seamos capaces de alcanzar el Conocimiento de la Verdad –Dios mismo- que comienza y termina en la unión de todos nosotros con Él, como Iglesia.