24 de junio de 2014

¡Cumplamos nuestro deber!



Evangelio según San Lucas 1,57-66.80.


Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.
Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre;
pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran.
Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados.
Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea.
Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, es un claro ejemplo de cómo el Señor dirige los pasos de aquellos a los que ha elegido para cumplir una misión; viendo en el relato del nacimiento y la circuncisión de Juan el Bautista, la manifestación pública de la intervención de Dios.

Muchas veces los hombres, conscientes en nuestro interior de lo que Nuestro Padre nos pide, escapamos de la fidelidad a la vocación, esgrimiendo un sinfín de justificaciones. O dudamos, como hizo Zacarías, de las palabras divinas que nos instan a llevar a cabo nuestro cometido; tal vez porque, como ocurre muchas veces en las cosas de Dios, la voluntad divina no se identifica con los planes de los hombres. Ahora bien, ante esta actitud el sacerdote queda mudo; y solamente recuperará el don de la palabra, cuando sea capaz de asumir, valorar y cumplir, lo que le había comunicado el Ángel.

  El marido de Isabel ha obtenido, junto a su esposa, el regalo de Dios por el que tantos años había elevado sus oraciones: la posibilidad de ser padres y no sentir entre sus conciudadanos, el oprobio de aquellos que no habían recibido el don de la paternidad. Con anterioridad a ese momento, en el que el Señor había decidido escuchar sus peticiones, Zacarías había puesto en tela de juicio las palabras angélicas, por considerar que ya que tenían una edad muy avanzada, era imposible conseguirlo por ley natural. Cuantas veces nosotros, como él, oramos sin descanso por aquello que pensamos que es lo mejor y más conveniente, exigiendo que se cumpla en un tiempo y en unas circunstancias determinadas. Y cuando sucede, en el momento más inesperado, buscamos la causa en la casualidad o el destino, olvidándonos de la Providencia.

  Ante esas dudas de fe, también nosotros quedamos sin voz ante el derecho y el deber de transmitir la Palabra; y sólo es en el reconocimiento del poder de Dios, que nos trasciende, cuando la recuperamos y nos hacemos fieles transmisores de la Verdad del Evangelio. Así fue con Juan el Bautista, el elegido por Dios desde antes de todos los tiempos, para ser el precursor del Mesías. Es en ese nacimiento y en esa circuncisión, donde se observa la misión sobrenatural del niño que será, desde la cuna, la línea divisoria entre los dos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. Él llamará a todos los hombres, de todos los tiempos, a la conversión del corazón y al arrepentimiento de los pecados, para recibir la Palabra de Jesús, y hacerla vida.

  Juan personifica lo antiguo, porque nace de unos padres ancianos; mientras que Cristo personifica lo nuevo, porque nace del seno virginal y joven de María. El silencio de Zacarías significa que el sentido de las profecías estaba latente y oculto, a la espera de la manifestación y cumplimiento que se llevaría a cabo con el advenimiento del Niño Dios. Todos han comprendido, con los hechos que han acontecido, que el Bautista está llamado a grandes cosas. Y así será, aunque no seguirá la lógica de los hombres. No recibirá riquezas ni satisfacciones; ni tan siquiera la seguridad en esta tierra, de haber cumplido con los designios divinos. Pero eso no le importa, porque asume como propia la voz que clama en su interior, y que el expande a todos los que le siguen. Su vocación le llevará a padecer prisión y morir degollado; pero ni por un momento le hará flaquear en el cumplimiento de su deber. Su padre estuvo mudo, y recuperó la palabra; palabra que nadie conseguirá silenciar en su hijo, que recibió la fuerza del Espíritu al aceptar –sin condiciones- la voluntad de Dios.