24 de septiembre de 2014

¿Sientes vergüenza de Dios?



Evangelio según San Lucas 9,1-6.


Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, se pone de manifiesto la misión a la que el Señor ha enviado a sus discípulos. En días anteriores nos ha ido hablando, poco a poco y progresivamente, de lo que es un discípulo; y como, todos los que lo somos, hemos de tomar ejemplo de María Santísima y de los Doce, que estarán dispuesto a renunciar a todo, para expandir y explicar la doctrina de Cristo, por todo el mundo. Ya que, lo primero que hemos de tener en cuenta, es que esa Palabra que vamos a comunicar, no sólo informa una vida, sino que acerca la salvación, a todos aquellos que están dispuestos a recibirla.

  Hemos visto como Jesús ha proclamado el Evangelio y curado a los enfermos y, ahora, llegado el momento preciso y necesario, descubre que esa misión se la entrega a los Doce, en la fundación de su Iglesia. Y es que no podía ser de otra manera; ya que el Señor debe morir, resucitar y subir al Padre, para enviarnos su Espíritu y permanecer con nosotros, como Iglesia, abriendo la redención a aquellos que quieran aceptarla; sin tiempo y en todos los lugares: universal y eterna.

  Esos apóstoles serán maestros de naciones, que comenzarán su enseñanza en Judea para, posteriormente, abrir al mundo la doctrina de una misma fe. Esparcirán la semilla, como les había pedido Jesús, y en cada rincón que puedan, erigirán una iglesia; formando así un racimo precioso de uvas apostólicas, que pertenecerán todas a la viña del Señor.

  Tú y yo, aunque a veces lo olvidemos, también somos discípulos escogidos personalmente por el Maestro, para transmitir –como Iglesia- la salvación a los hombres. Y eso no es una cuestión de capacidades, ni de actitudes; sino de tener el convencimiento de que, por el hecho de estar bautizados, Dios nos ha dado los medios –sobre todo su Gracia- para poder llevar a cabo fielmente, la misión encomendada. Recordar cómo nos explica la Escritura Santa, que cuando Dios llamó a Jeremías, éste se sintió desfallecer, porque era tartamudo. Y, justamente, para que se viera la gloria divina, el Señor lo escogió como profeta y transmisor de su Palabra. Eso nos indica el Maestro, en este texto que estamos meditando: que nada debemos temer, si estamos dispuestos a cumplir su voluntad. En eso consiste la seguridad en la Providencia; de poner nuestra confianza, en las manos del Señor.

  Pero Jesús también nos habla de ser responsables y generosos en nuestra ayuda a la Iglesia. Ya que todos nosotros debemos recibir, acoger y sufragar a nuestros pastores y a las misiones que Cristo les ha encomendado. A nosotros, como Pueblo de Dios, nos insta a amparar y socorrer las necesidades propias, de las tareas precisas para transmitir el mensaje evangélico. De eso trata también, la parábola de los talentos; donde el Señor nos llama a multiplicar lo que tenemos, como deber y auxilio ante los menesteres precisos de la pastoral: colegios, hospitales, templos, asilos, Cáritas diocesanas… Y tantos y tantos proyectos que contribuyen –sin que se note- a un mundo mejor.

  También nos dice el Maestro, para finalizar, que en nuestro celo apostólico podemos encontrarnos con aquellos que no quieran abrir su corazón a Dios. Si eso sucede –después de que hayamos rezado por ellos y hayamos intentado entablar un diálogo de amor y respeto- recordar que no se pueden forzar las libertades. Ya que en eso estriban los actos meritorios, por los que seremos juzgados al fin de los tiempos. Y, aunque nos duela el alma, hemos de continuar el camino y seguir orando para que el Señor haga germinar, lo poco que hayamos podido sembrar en la tierra árida de su interior. Pero no por ello debe surgir el desánimo, porque no es propio de aquel que se sabe en manos de Dios, y acepta su voluntad. Muchas veces el Padre permite, para que el hijo aprenda; para que crezca en humildad y no sienta vergüenza de asir fuertemente su mano, para caminar por los tortuosos senderos de la vida. Pregúntate: ¿Sientes tú, alguna vez vergüenza de Dios?