Evangelio según San Lucas 9,1-6.
Jesús
convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de
demonios y para curar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Lucas, se pone de manifiesto la misión a la que el Señor ha
enviado a sus discípulos. En días anteriores nos ha ido hablando, poco a poco y
progresivamente, de lo que es un discípulo; y como, todos los que lo somos,
hemos de tomar ejemplo de María Santísima y de los Doce, que estarán dispuesto
a renunciar a todo, para expandir y explicar la doctrina de Cristo, por todo el
mundo. Ya que, lo primero que hemos de tener en cuenta, es que esa Palabra que
vamos a comunicar, no sólo informa una vida, sino que acerca la salvación, a
todos aquellos que están dispuestos a recibirla.
Hemos visto
como Jesús ha proclamado el Evangelio y curado a los enfermos y, ahora, llegado
el momento preciso y necesario, descubre que esa misión se la entrega a los
Doce, en la fundación de su Iglesia. Y es que no podía ser de otra manera; ya
que el Señor debe morir, resucitar y subir al Padre, para enviarnos su Espíritu
y permanecer con nosotros, como Iglesia, abriendo la redención a aquellos que
quieran aceptarla; sin tiempo y en todos los lugares: universal y eterna.
Esos apóstoles
serán maestros de naciones, que comenzarán su enseñanza en Judea para,
posteriormente, abrir al mundo la doctrina de una misma fe. Esparcirán la
semilla, como les había pedido Jesús, y en cada rincón que puedan, erigirán una
iglesia; formando así un racimo precioso de uvas apostólicas, que pertenecerán
todas a la viña del Señor.
Tú y yo, aunque
a veces lo olvidemos, también somos discípulos escogidos personalmente por el
Maestro, para transmitir –como Iglesia- la salvación a los hombres. Y eso no es
una cuestión de capacidades, ni de actitudes; sino de tener el convencimiento
de que, por el hecho de estar bautizados, Dios nos ha dado los medios –sobre
todo su Gracia- para poder llevar a cabo fielmente, la misión encomendada.
Recordar cómo nos explica la Escritura Santa, que cuando Dios llamó a Jeremías,
éste se sintió desfallecer, porque era tartamudo. Y, justamente, para que se
viera la gloria divina, el Señor lo escogió como profeta y transmisor de su
Palabra. Eso nos indica el Maestro, en este texto que estamos meditando: que
nada debemos temer, si estamos dispuestos a cumplir su voluntad. En eso
consiste la seguridad en la Providencia; de poner nuestra confianza, en las
manos del Señor.
Pero Jesús
también nos habla de ser responsables y generosos en nuestra ayuda a la
Iglesia. Ya que todos nosotros debemos recibir, acoger y sufragar a nuestros
pastores y a las misiones que Cristo les ha encomendado. A nosotros, como
Pueblo de Dios, nos insta a amparar y socorrer las necesidades propias, de las
tareas precisas para transmitir el mensaje evangélico. De eso trata también, la
parábola de los talentos; donde el Señor nos llama a multiplicar lo que
tenemos, como deber y auxilio ante los menesteres precisos de la pastoral:
colegios, hospitales, templos, asilos, Cáritas diocesanas… Y tantos y tantos
proyectos que contribuyen –sin que se note- a un mundo mejor.
También nos
dice el Maestro, para finalizar, que en nuestro celo apostólico podemos encontrarnos
con aquellos que no quieran abrir su corazón a Dios. Si eso sucede –después de
que hayamos rezado por ellos y hayamos intentado entablar un diálogo de amor y
respeto- recordar que no se pueden forzar las libertades. Ya que en eso
estriban los actos meritorios, por los que seremos juzgados al fin de los
tiempos. Y, aunque nos duela el alma, hemos de continuar el camino y seguir
orando para que el Señor haga germinar, lo poco que hayamos podido sembrar en
la tierra árida de su interior. Pero no por ello debe surgir el desánimo,
porque no es propio de aquel que se sabe en manos de Dios, y acepta su
voluntad. Muchas veces el Padre permite, para que el hijo aprenda; para que
crezca en humildad y no sienta vergüenza de asir fuertemente su mano, para caminar
por los tortuosos senderos de la vida. Pregúntate: ¿Sientes tú, alguna vez
vergüenza de Dios?