17 de septiembre de 2014

¡Somos sembradores de la Verdad!



Evangelio según San Lucas 7,31-35.


Dijo el Señor: «¿Con quién puedo comparar a los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen?
Se parecen a esos muchachos que están sentados en la plaza y se dicen entre ellos: '¡Les tocamos la flauta, y ustedes no bailaron! ¡Entonamos cantos fúnebres, y no lloraron!'.
Porque llegó Juan el Bautista, que no come pan ni bebe vino, y ustedes dicen: '¡Ha perdido la cabeza!'.
Llegó el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: '¡Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores!'.
Pero la Sabiduría ha sido reconocida como justa por todos sus hijos.»

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, nos presenta unas palabras de Jesús, dónde el Maestro nos compara la respuesta que obtuvo el mensaje de san Juan Bautista, por parte de los fariseos y los doctores de la Ley, con la respuesta que le van a dar a su propio mensaje. Ya que el Señor sabe, que no hay más sordo que el que no quiere oír; y que ninguno de ellos está dispuesto a hacer un planteamiento de vida, que termine con las prebendas que han obtenido y que se han forjado, en estos años, donde han terminado esculpiendo un Dios a su medida. Justamente, Jesús les ha dado el termómetro para valorar la temperatura de su fe, y la motivación de su corazón, ante la Palabra divina: el amor. Y, ante él, han contemplado que la caridad, la paciencia y la misericordia, han dejado de ser, hace mucho tiempo, el motor de sus preceptos.

  Juan hablaba de arrepentimiento, de corregir errores, de penitencia y de volver al camino de la salvación, donde nos esperaba el Cordero precioso, que nos redimirá con su Sangre. El Maestro, sin embargo, les da los motivos para hacerlo: la luz del Espíritu Santo, que inundará su interior y les permitirá conocer la Verdad, para adherirse –libremente- a ella. Pero cuando alguien considera que no ha cometido errores, no puede arrepentirse y, mucho menos hacer penitencia; por eso, aquellos hombres impregnados de soberbia, no están dispuestos a admitir ningún planteamiento y han cerrado su corazón a cualquier otro argumento. Tal vez no valoréis ahora, hasta qué punto esa actitud fue trágica para una parte del Pueblo de Israel, que quedó excluida –por voluntad propia- del tesoro de la redención.

  Cristo advirtió que, con su venida, se abrían las puertas del conocimiento divino. Porque el propio Conocimiento divino –el Verbo- se había encarnado para hablar a los hombres y explicarles, con palabras  humanas, quién era Dios. Por eso remarcó con énfasis, que después de su venida, no habrían más profetas, ya que había culminado la revelación: El Padre, lo había comunicado todo, a través de su Hijo. Aquellos miembros de la élite judía, con su actitud y sus perjuicios, cerraron para muchos de los suyos, la puerta de la salvación, que el Señor había enviado. Cierto es, y nunca podemos olvidarlo, que a pesar de que Jesús abrió –como estaba escrito en Génesis- esa puerta a todo el género humano, ésta nació fruto de las promesas que Dios había hecho al Pueblo de Israel; y fue de allí, de entre sus miembros, de donde ha provenido: Cristo, los profetas, los Apóstoles, los discípulos, algunos fariseos, las mujeres… Todos pertenecían a las distintas tribus, a las que el Señor había concedido la tierra prometida. Es en Jesucristo donde se ha cumplido hasta la última coma de esa revelación divina, que guarda como un tesoro la Sagrada Escritura.

  Hoy sigue ocurriendo lo mismo: la Iglesia, con Cristo al frente, comunica su Palabra y expande la salvación. Pero los hombres, como entonces, no están dispuestos a admitirla; y deciden, como entonces, silenciar su voz de todas las maneras que conocen: ridiculizándola, agravándola, agrediéndola y, sobre todo, silenciando sus aciertos y potenciando sus errores. Porque no hay que olvidar que, porque es el Cuerpo Místico de Cristo, sigue su misma estructura humana y divina. Con la diferencia de que ésta última, está formada por cada uno de nosotros, con nuestras debilidades y, lo que es peor, con nuestros pecados.

  La Iglesia es santa, no porque tú y yo lo seamos, sino porque es de Dios y Dios está permanentemente en Ella. Nosotros, simplemente, luchamos por serlo, con todas nuestras pobres fuerzas y con la ayuda de los Sacramentos, sin los que no seríamos capaces de conseguirlo. Hoy puede ser ese momento, en el que nos comprometemos con Jesús a responder a su mensaje; a defender su legado; a comprender su Palabra. A dar testimonio cristiano ante el mundo, sin importarnos que ese mundo esté dispuesto, o no, a acogerlo con mente abierta y corazón valiente. El Señor fue fiel a su misión encomendada, a pesar de que sabía que terminaría en la Cruz. Estemos dispuestos, por amor, a lo que Dios nos tenga reservado, mientras somos fieles sembradores de la semilla de la Verdad.