29 de septiembre de 2014

¿Pasarás de largo?



Evangelio según San Juan 1,47-51.


Al ver llegar a Natanael, Jesús dijo: "Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez".
"¿De dónde me conoces?", le preguntó Natanael. Jesús le respondió: "Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera".
Natanael le respondió: "Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel".
Jesús continuó: "Porque te dije: 'Te vi debajo de la higuera', crees . Verás cosas más grandes todavía".
Y agregó: "Les aseguro que verán el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre".

COEMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, cobra su sentido si contemplamos las palabras del versículo anterior, donde Felipe – cuando encuentra a Natanael- le hace partícipe de la alegría de haber descubierto a Jesús. Primero le da a conocer quién es ese Hombre, del que todos hablan, para posteriormente, pedirle que le siga. Está convencido de que si se encuentra con el Maestro, descubrirá lo que encierra su mensaje: que Dios ha visitado en Cristo a su pueblo. Que, por fin, se han cumplido las Escrituras y que, ese Jesús de Nazaret – el hijo del carpintero- es, a su vez, el Mesías prometido.

  Sabe que le pide muchísimo; en primer lugar, que crea en su palabra y, después que le acompañe en su camino. Pero Felipe conoce el tesoro que va a entregar a su amigo, si éste le sigue al encuentro del Señor. Y, por eso, no se desanima ante sus dudas, ante sus objeciones; sino que le implora que se acerque con él, al encuentro de Cristo.  Ese primer punto, tiene que ser para nosotros un ejemplo constante en el apostolado que nos ha sido encomendado. El propio Dios nos ha escogido para llevar a los hombres a su presencia; porque es en su presencia, donde los hombres encontramos la fe.

  Y cuando Jesús le ve, le conoce; habla personalmente de él, de sus inquietudes y de sus intenciones más profundas. Solamente el Señor permanece con  nosotros, en el fondo de nuestras conciencias, y revela la verdad que anida en nuestro interior y que nos da la intencionalidad de nuestros actos. El Maestro sabe que se halla ante un hombre bueno, y se lo hace saber. Por eso Natenael descubre, en un momento, que no es él el que ha decidido conocer a Cristo; sino que Cristo lo ha elegido desde el principio de los tiempos para que, en libertad, decida regresar a su lado. El discípulo se rinde ante la majestad que ha descubierto ante el Hijo de Dios; y ante su “sí” el Espíritu ilumina su espíritu, haciendole capaz de reconocer la Divinidad que se esconde en la Humanidad santísima de Jesús.

  Aprovecha el Señor, seguramente con una sonrisa, para recordarle que han de ver cosas muy grandes, cuando se cumpla el fin de los tiempos. Por eso menciona que contemplarán subir y bajar a los ángeles del cielo, trayendo a colación las palabras del Génesis en las que Jacob, a través de un sueño, vió la escalera apoyada en la tierra, que tenía su cima en el cielo.  Y, por ella, los serafines ascendían y descendían; y esa escalera, que unía lo humano con lo divino, bien podía ser entendida como la Encarnación de Cristo, por la que los hombres alcanzaremos la gloria. Él es la personificación de este signo, que une el Cielo y la tierra; ese Cristo que, siendo verdaderamente Dios es, a la vez, verdadero Hombre.

  Cada uno de nosotros, si quiere llegar a la santidad a la que hemos sido llamados, debe estar dispuestos a hacerse uno con el Señor. Y solamente lo lograremos, si estamos preparados para participar de los Sacramentos. Porque no olvidéis que el Sacramento es el signo que hace presente una realidad escondida; y Cristo es, en su Encarnación, el signo de esta salvación.

  Termina de hablar el Maestro con Natanael, recordándole que Él es el Hijo del Hombre, del que habló el profeta Daniel en sus profecías. Es decir, que ese Jesús –el hijo de José- hace notar a sus discípulos, con hechos demostrables, y con sus palabras iluminadoras, que el tiempo se ha cumplido. Que ya ha llegado la salvación anunciada durante tanto tiempo, para ser recibida –en libertad- por los hombres. Ahora, como aquel discípulo, podemos reconocer en Cristo al Mesías. O, simplemente, pasar de largo ante su llamada e intentar olvidar ese encuentro que, seguramente, fomentó un hermano nuestro para transmitirnos el don de la fe.