Evangelio según San Lucas 6,39-42.
Jesús
hizo a sus discípulos esta comparación: "¿Puede un ciego guiar a otro
ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?
El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo', tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano."
El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decir a tu hermano: 'Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo', tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano."
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Lucas concluye un discurso del Señor, en el que nos insiste en la necesidad
de que las manifestaciones externas de piedad, sean sólo el fiel reflejo de las
disposiciones interiores. Los hombres necesitamos ver a Dios, abriendo los ojos
del espíritu; y estando dispuesto a recibir la luz del Paráclito, en una
humildad que acepta la limitación del ser humano.
Pero cuando,
por un pecado de soberbia, nos hacemos ciegos a la realidad divina, es una
torpeza insistir en que aquello que no contemplamos, no existe; ya que los
invidentes no ven el sol y, en cambio, éste permanece de forma incondicional en
el cielo. Por eso nos dice Jesús, que verán a Dios aquellos que son capaces de
mirarlo; de abrir sus oídos a la Palabra, y de luchar por esa pureza interior,
que da frutos de santidad.
Solamente
reconociendo nuestra pequeñez y nuestra debilidad, seremos capaces de entender,
comprender, y aceptar la fragilidad del hermano. Y creedme que no hay mejor
manera de valorar hasta dónde somos capaces de llegar y equivocarnos, que
analizándonos delante de la presencia de Dios. Ese examen de conciencia, que es
el balance del negocio de nuestra salvación, donde observamos, ante la verdad
desnuda de nuestro ser, el alcance de nuestros pecados. Es allí, donde ya no
existe esa patina teñida de bondad que matiza el verdadero sentido de nuestros
actos, y donde ya no podemos esconder los hechos que a los ojos de los demás
pueden parecer buenos. Porque ese es el lugar, el de la conciencia, donde el
Señor ilumina las verdaderas intenciones que han movido a un corazón, que se
ama a sí mismo más que a Dios.
Por eso el
Maestro nos repite, con insistencia, que el termómetro de nuestra fe es la misericordia,
la paciencia, la entrega y el amor que, a través de Él, ponemos en nuestros
hermanos. Y no hay mejor propósito para ayudarles a ser felices, que acercarles
al Señor. Y una manera que nos facilitara esos encuentros, es comprender que si
no fuera por la Gracia divina, cada uno de nosotros sería capaz de cometer los
mayores errores. Sólo así, aceptando lo que somos, podremos rezar a Dios por
ellos y, con mucha caridad, intentar reconducirlos al camino de la salvación,
como Iglesia.
Dios permite
muchas veces que caigamos en el pecado, porque es la única manera de que
aprendamos a salir de él y crezcamos en la humildad. Lo único que nos pide es
que, cuando eso suceda, no le abandonemos; ya que hacerlo es un producto del
orgullo y la desesperanza. Quiere, como le ocurrió a san Pedro, que del arrepentimiento
y el dolor causado, nazca una naturaleza compasiva y dispuesta a acoger al
prójimo.
Pero Jesús
también nos insiste en la necesidad, antes de cumplir la misión que nos ha
encomendado, de sacar el tronco de nuestro ojo. Es decir, de cumplir con el
sacramento del perdón. Todos aquellos que queremos seguir los pasos del
Maestro, hemos de ser creyentes asiduos al confesionario; donde, a través del
sacerdote, manifestamos nuestro dolor por la ofensa que hemos causado; nos
humillamos, declarando nuestros pecados; y, finalmente, recibimos la Gracia divina,
que nos ayuda a sobreponernos a nuestras debilidades y nos da la fuerza para
luchar contra las tentaciones del diablo.
Solamente
podemos ayudar a los que nos necesitan, si somos coherentes con nuestra fe y
ponemos por obra los preceptos que el Señor nos ha enseñado. No conquistaremos
las almas de aquellos que Dios nos ha encomendado, con hermosas palabras o
buenos deseos; sino siendo testigos fidedignos de Jesús, y confesándolo con nuestra
carne mientras guardamos sus Mandamientos. Eso nos pide el Hijo de Dios, a ti y
a mí, ahora. Que seamos lo que nos ha llamado a ser desde el mismo momento de
nuestra concepción: personas débiles y pecadoras, pero dispuestas a levantarse
cada vez que se caen, porque se apoyan en el brazo inquebrantable de Jesucristo.