De lo dicho hasta aquí se desprende que la
Biblia se encuentra, con respecto a los clásicos de la antigüedad, en una
posición de indiscutible ventaja, porque ningún libro antiguo puede alardear de
un número tan grande de manuscritos: sólo para los Evangelios, unos cinco mil,
entre códices, papiros, leccionarios y fragmentos varios. Además, porque
resulta casi de forma extraordinaria, que estos manuscritos son esencialmente
idénticos.
Tomemos, por ejemplo, el texto de la
parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro de Lc 16, 19-31: “había un hombre
rico que se vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba
espléndidos banquetes”. Si comparamos los aproximadamente dos mil códices
evangélicos, todos contienen este versículo, pero una lección variante dirá que
“vestía de lino finísimo y púrpura”; otro dirá “cada día” en vez de “todos los
días” y algún códice sustituirá la alusión a los “espléndidos banquetes” con la
indicación de que “banqueteaba de manera espléndida”. Y esas son las
diferencias más importantes que podemos encontrar con la comparativa de miles
de textos; por lo que podemos reconstruir el Nuevo Testamento con la
convergencia de miles de manuscritos y alcanzaremos, sin dudarlo, un texto
prácticamente único.
No existe ningún otro texto, como dice
Martini, que sea tan seguro como el Nuevo Testamento: ninguno otro está tan
ampliamente documentado y lo sustancial del texto es idéntico en todos los
códices. Pero, además de muy numerosos y prácticamente idénticos, los manuscritos
de los Evangelios son muy próximos a las fechas de composición de los libros
originales. Mientras que para los grandes poetas griegos (Esquilo, Sófocles,
Eurípides) y para los filósofos como Platón o Aristóteles, el tiempo que
transcurre entre su obra original, de la que no queda testimonio escrito, y las
primeras copias manuscritas es de hasta mil doscientos años, el texto más
antiguo del Nuevo Testamento, identificado en 1935, es un papiro que, como ya
hemos visto -Rylands- contiene parte del capítulo 18 del Evangelio
de Juan y cuya datación se fija en torno al año 125 d. C. es decir, apenas 30
años después del texto original.
Para encontrar los textos que han ofrecido
mayores garantías de parecerse al original se han seguido los siguientes criterios,
sobre todo pensando en el Nuevo Testamento; ya que los que pertenecen al
Antiguo, sobre todo en hebreo, su sello
de seguridad fue los propios transcriptores masoretas:
·
Criterio Geográfico: Teniendo presente que los manuscritos bíblicos se
difundieron donde lo hizo el cristianismo, si encontramos y comparamos que una
transcripción es idéntica en Alejandría, Cesárea, Antioquía, Constantinopla,
Lyon y Cartago -donde se fundaron
iglesias-, consideraremos que éste será el documento variante que habrá que
preferir.
·
Criterio Genealógico: Si de entre diversas variantes podemos demostrar que
una de ellas es el presupuesto de las sucesivas, decimos entonces que aquella
es la variante original.
·
Criterio literario- estilístico: Cuando entre
diversas variantes, por ejemplo del Evangelio de Lucas, una de ellas es la más
próxima a la estructura literaria, o a la perspectiva teológica de Lucas, ésta
es la que se deberá retener como auténtica; especialmente si se trata de una
lección más difícil o más breve que las otras (debido a que quien transcribe un
texto tiende a hacer más fácilmente comprensible los pasajes difíciles o a
explicitar -extender- lo que sólo estaba explícito)
Es bueno que sepamos que, desde los orígenes
hasta hoy, los cristianos de Oriente gozaron de la traducción bíblica griega
del hebreo más importante y fidedigna que ha sido fundamento para toda la
teología cristiana. En Alejandría, hacia la mitad del siglo III, en un ambiente
judío de expresión griega, el fundador de la Biblioteca de Alejandría, Demetrio
de Falero, sugirió al rey Ptolomeo II Filadelfo (285-246 a. C.) que pidiera al
sumo sacerdote de Jerusalén, ancianos cultos y competentes para traducir a la lengua
griega la Biblia hebrea. De esta manera, se escogieron seis sabios de cada una
de las tribus de Israel, siendo en total 70-72. De ahí que esta traducción se
haya llamado la de los “Setenta” indicándose por la abreviatura LXX. De esta
traducción proceden los papiros más antiguos que conservamos en griego.
Gracias al descubrimiento de Qumrán, hemos
podido revisar los fragmentos de los Setenta que se han encontrado en el
desierto de Judá y se ha podido constatar su fidelidad, ayudando ambos textos -los masoréticos y los de los LXX- ha comprender el sentido de la Escritura.
Cuando el cristianismo se extendió, el
África romana hablaba en latín y por ello hubo que traducir, hacia el año 150
d. C. la Biblia griega al latín, surgiendo la Vetus latina, y posteriormente,
entre el año 347-420 d. C. san Jerónimo realizó la traducción latina del hebreo
a través de una obra magistral que ha recibido el nombre de la Vulgata.
Como veréis, los judíos y los cristianos
tenemos la documentación más rica, fiel y cercana de los documentos originales
que dan razón de la Revelación de Dios al hombre; no hay ningún otro documento
en la historia de la humanidad que goce de ese privilegio y, sin embargo, la
Biblia siempre está en la palestra de la discusión de los que le exigen certeza. Si Dios no hubiera querido ese
ejercicio libre de la fe, asentimiento de la voluntad a la Verdad Revelada,
seguramente tendríamos materiales originales y partiríamos de la evidencia.
Pero Él nunca hace las cosas así; y por eso contamos con una superabundancia de
materiales que la Providencia ha preservado, que son medios para que nuestra
inteligencia indague y trabaje en la búsqueda de la Palabra, comprobando que fe
y razón deben ir siempre de la mano. Pero, no os engañéis, en las cosas de
Dios -que siempre son razonables y
razonadas, históricas y temporales, verdaderas y verídicas- la última palabra siempre será la confianza
en Aquel que me la transmite: Dios mismo.