Evangelio según San Juan 19,25-27.
Junto
a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Juan, comienza con una imagen que desvela el profundo sentido de la
maternidad de María. Nuestra Señora ha acompañado a su Hijo en todos los
momentos y circunstancias de su misión; porque, si recordáis, ya desde el
Génesis –cuando Dios promete un Salvador al hombre, que se ha condenado a sí
mismo por su elección y desobediencia- ata el destino de Jesucristo al de su
Madre: Ambos son imprescindibles, para que se lleve a cabo el plan divino. Solamente
el sí de esa niña, que une su voluntad a la voluntad de Dios, sin importarle el
alcance de las consecuencias, hará posible que se realice la salvación de todo
el género humano.
Ahora, María siente
que se desgarra su corazón ante la visión de su Hijo amado, que entrega hasta
la última gota de su sangre para lavar con ella el pecado del mundo, y liberar
al hombre de la esclavitud del diablo. Por eso la Virgen, en ese momento, se
convierte en el puente que une al ser humano con la Gracia de la Persona de
Cristo. A su lado, aquellas mujeres que, valientes, han vencido al miedo y han
sido capaces, a pesar de los insultos y de los improperios, de continuar al
lado del Señor en su terrible ascenso al Monte Calvario, son un bálsamo de
ternura para la Humanidad de Jesucristo, que en muchos momentos se ha sentido
desfallecer.
Permitidme que
ahora, y aquí, haga un guiño a todas aquellas a las que Nuestro Dios ha llamado
a servirle, como miembros de su Cuerpo Místico. También a ti y a mí, nos pide
valor, entrega y fidelidad, para que siempre estemos al lado de su Madre. Somos,
como María –la esposa de Cleofás- o como la Magdalena, que se arrepintió de sus
faltas y se entregó al lado de la Virgen, a servir a su Señor, piezas clave en
el “puzzle” de la salvación. Dios nos hizo con una feminidad determinada que,
de forma natural, nos permite –por nuestra maternidad- ser pilares de la
familia cristiana. Abramos los brazos de nuestro hogar, como madres, a la Madre
de Cristo. Vivamos su ejemplo: su amor, su humildad, su vocación…y unamos
nuestro destino, con María, a Dios.
Nuestro Señor,
que lo ha dado todo por nosotros, simboliza en ese costado abierto del que ha
brotado la Sangre y el agua de la Vida,
a la Iglesia y a los creyentes que se incorporarán a ella, por el Bautismo y la
Eucaristía. Por eso, Él, que no se ha guardado nada para Sí mismo, quiere –antes
de morir- entregarnos su bien más preciado, su tesoro: a su Madre. Y ese es el
motivo de que las palabras de Jesús revelen el amor filial del Maestro a la
Virgen y, al declararla como Madre del discípulo amado, introducirla de un modo
especial en la obra salvífica que, en ese momento, quedó culminada.
Es allí donde
todos los cristianos –la Iglesia de ayer, hoy y mañana- estábamos representados
en San Juan, como hijos de María. Y desde la Cruz, Jesús nos pide que acojamos
a su Madre, como si fuera la pertenencia más importante en nuestro “yo” humano
y cristiano. Démosle cabida en nuestra alma, en nuestro corazón y en nuestro
proyecto de futuro. Introduzcámosla en nuestro hogar, familia y comunidad. Esas
palabras del Evangelio son, sin ninguna duda, una invitación para que pongamos
a Nuestra Señora en el centro de nuestro quehacer diario; que la invoquemos y
nos acerquemos a su lado, con el convencimiento de que siempre intercederá por
nosotros –como hizo en las Bodas de Canaán- ante nuestras necesidades. Porque creo que si hay algo de lo que todos
estamos seguros, es que una madre, no te va a abandonar jamás.