25 de septiembre de 2014

¿Quieres descubrirlo?



Evangelio de Lc. 9,7-9:

  En aquel tiempo, se enteró el tetrarca Herodes de todo lo que pasaba, y estaba perplejo; porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, que Elías se había aparecido; y otros, que uno de los antiguos profetas había resucitado. Herodes dijo: «A Juan, le decapité yo. ¿Quién es, pues, éste de quien oigo tales cosas?». Y buscaba verle.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, nos transmite –por boca de Herodes- la pregunta capital que todo hombre se hace, cuando contempla la actividad de Jesús de Nazaret, aquí en la tierra: “¿Quién es Éste?”. Y como ocurre hace veintiún siglos, las respuestas son dispares, dispersas y acomodadas a lo que la gente, en realidad, quiere oír. Pero la verdad, como siempre, sólo es una; y el motivo de poder llegar a descubrir la auténtica identidad del Maestro, la da el propio Maestro: es esa inquietud que nace del alma, y que nos hace comenzar una búsqueda cuya base es la fe y el abandono en la trascendencia del propio encuentro. Es abrir los ojos del alma y ser capaces de descubrir la naturaleza divina, que se esconde en la Encarnación del Verbo.

  Vemos como el Tetrarca estaba perplejo, ante los hechos sobrenaturales con los que Jesús testimoniaba su mensaje. Pero aceptar a Cristo significaba asumir que Dios, como había prometido, visitaba a su pueblo con una realidad totalmente distinta a la esperada. Y donde les reclamaba, no sólo un cambio radical en su propia vida, sino en la forma de entenderla. No; el hijo de aquel que, años antes, intentó exterminar al Niño –cuando era pequeño- no estaba dispuesto a descubrir una evidencia incómoda. Y, como hacemos muchos a lo largo del tiempo, prefirió mirar hacia otro lado.  A él no se le dio el don de la fe, porque no quería descubrir la Verdad, sino que simplemente le movía el temor y la curiosidad. Esa fue la gran diferencia con san Pedro, que fue capaz de responder acertadamente al Hijo de Dios. No sólo porque lo hizo con fe, sino porque su respuesta llevaba implícito, el compromiso de toda su existencia.

  No se puede hablar del Jesús histórico, sin descubrir en Él la trascendencia divina, que sobrepasa todos los métodos de investigación humana. Porque en Cristo no se puede separar, a nuestro antojo, la evidencia de estas dos naturalezas que han sido la demostración de que todo un Dios, sin dejar de serlo, ha asumido la naturaleza humana para salvarnos –a través de ella- en la entrega de su Persona, como había prometido ya en el Génesis. Jesús de Nazaret es la prueba plausible e indiscutible, del amor inconmensurable de Dios hacia sus criaturas.

  Pero como no me cansaré de repetir, el Padre ha querido que la Redención se realizara a través de la historia, para que pudiéramos conocer en ella a su Salvador. Por eso tú y yo, tenemos una obligación, como bautizados, que no podemos relegar. Hemos de leer, buscar, meditar y consultar, hasta la última coma del Evangelio. Porque sólo conociendo en profundidad la Sagrada Escritura, seremos capaces de observar en Cristo, el cumplimiento de las promesas anunciadas. Sólo lograremos sentirnos Iglesia, si alcanzamos a descubrir la profunda realidad de ese Cuerpo Místico, del que somos miembros.

  El Mesías quiso nacer en un tiempo específico; vivir en un lugar determinado; morir bajo el poder de unos hombres conocidos y resucitar ante los ojos de muchos; para que, ahora, cuando volvamos los ojos atrás, podamos encontrarlo en el testimonio verídico de aquellos que lo han ratificado con su vida y con su sacrificio.  Pero aceptar ese misterio, que lo es por su contenido divino, es tener que descansar en la confianza de lo que Jesús nos ha revelado: que en el Cielo hay un Padre que nos ama de tal manera, que sólo espera que, por nuestra libre decisión, queramos descubrirlo. Sólo quiere que, por que nos da la gana, le pidamos esa fe que ilumina lo oculto. ¿Estáis dispuestos a requerírsela?