24 de noviembre de 2014

¡Hasta que nos duela!



Evangelio según San Lucas 21,1-4.


Levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que ponían sus ofrendas en el tesoro del Templo.
Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre,
y dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie.
Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir."

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, Jesús nos descubre la verdadera actitud que debe reinar en el corazón de todos aquellos que nos consideramos hijos de Dios. Y lo hace a través del ejemplo de una mujer, viuda y pobre, que no fue mezquina ni con el Señor ni con sus hermanos. Porque como repetimos muchas veces, en las cosas divinas no se trata de dar, sino de darse hasta que nos duela el alma. Y es en ese gesto interior, donde se diferencian los mismos actos que, en un principio, pueden parecer iguales.

  Los ricos que oraban en el Templo y se acercaban a echar dinero a las arcas de las ofrendas, ya lo hacían bien. Pero con la gran diferencia de que, para ellos, ese gesto no representaba ningún sacrificio, ninguna renuncia a nada personal, por amor a Dios. Pero esa mujer, en la que Jesús percibe un cariño inmenso, se desprende de algo que le es propiamente necesario. Ella valora ese primer mandamiento de la Ley, que nos insiste en amar a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre nosotros mismos. Y es así, con la entrega al Padre de lo que más queremos o necesitamos, como se mide en actos el afecto que tenemos hacia Nuestro Señor.

  Pero no os penséis que el Señor habla sólo de dinero –que también- sino de nuestro tiempo, de nuestro trabajo, nuestra esperanza y, sobre todo, nuestra disposición en la fe. Fue así como le siguieron aquellos primeros: Simón Pedro, Santiago y Juan; a los que Jesús les pidió que por Él, se hicieran pescadores de hombres. A ti y a mí, desde ese primer momento en el que el Hijo de Dios nos llamó por nuestros nombres, también nos ha pedido que unamos nuestra voluntad a la suya. Que le demos lo que somos y que, rectificando lo que hemos sido, luchemos por llegar a ser lo que Él espera de nosotros. Y porque cada uno tiene sus miserias y egoísmos, le responderemos muchas veces al día que estamos dispuestos a darle lo que nos conviene, para no comprometer nuestra vida. Que estamos dispuestos a darle, hasta una cierta medida.

  Pero Jesús, mostrándonos la imagen de aquella viuda, nos dice que lo quiere todo: que desea profundamente la entrega de nuestro corazón. Y ¿sabéis qué? Que sólo Él puede pedirnos ese acto generoso, porque en su sacrificio redentor no se guardó nada para Sí mismo, ni la última gota de su Sangre. Por eso, solamente nos pide lo mismo que nos ha dado: un amor incondicional, que no se vende ni se compra con las prebendas de esta tierra.

  Quiere que en las arcas de las ofrendas, entreguemos nuestro ser y nuestro existir; nuestra confianza y nuestros problemas. Porque a Dios no le gana nadie en generosidad y, como nos ha repetido muchas veces, recogeremos el ciento por uno. En realidad todo el contenido de ese texto maravilloso trata de eso: de descansar en la Providencia. De ser capaces de darnos cuenta que los bienes de este mundo, hoy están y mañana no. Y que la única misión que tienen, como medios divinos en usufructo, es hacerlos fructificar para las cosas de Dios y el bien de nuestros hermanos. Demos a todo, la justa importancia que tiene, y pongamos al Señor en el centro de nuestra vida, de nuestros proyectos y de nuestra esperanza.