Evangelio según San Lucas 21,1-4.
Levantando
los ojos, Jesús vio a unos ricos que ponían sus ofrendas en el tesoro del
Templo.
Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre,
y dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie.
Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir."
Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre,
y dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie.
Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir."
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Lucas, Jesús nos descubre la verdadera actitud que debe reinar en
el corazón de todos aquellos que nos consideramos hijos de Dios. Y lo hace a
través del ejemplo de una mujer, viuda y pobre, que no fue mezquina ni con el Señor
ni con sus hermanos. Porque como repetimos muchas veces, en las cosas divinas
no se trata de dar, sino de darse hasta que nos duela el alma. Y es en ese
gesto interior, donde se diferencian los mismos actos que, en un principio,
pueden parecer iguales.
Los ricos que
oraban en el Templo y se acercaban a echar dinero a las arcas de las ofrendas,
ya lo hacían bien. Pero con la gran diferencia de que, para ellos, ese gesto no
representaba ningún sacrificio, ninguna renuncia a nada personal, por amor a
Dios. Pero esa mujer, en la que Jesús percibe un cariño inmenso, se desprende
de algo que le es propiamente necesario. Ella valora ese primer mandamiento de
la Ley, que nos insiste en amar a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre
nosotros mismos. Y es así, con la entrega al Padre de lo que más queremos o
necesitamos, como se mide en actos el afecto que tenemos hacia Nuestro Señor.
Pero no os
penséis que el Señor habla sólo de dinero –que también- sino de nuestro tiempo,
de nuestro trabajo, nuestra esperanza y, sobre todo, nuestra disposición en la
fe. Fue así como le siguieron aquellos primeros: Simón Pedro, Santiago y Juan;
a los que Jesús les pidió que por Él, se hicieran pescadores de hombres. A ti y
a mí, desde ese primer momento en el que el Hijo de Dios nos llamó por nuestros
nombres, también nos ha pedido que unamos nuestra voluntad a la suya. Que le
demos lo que somos y que, rectificando lo que hemos sido, luchemos por llegar a
ser lo que Él espera de nosotros. Y porque cada uno tiene sus miserias y
egoísmos, le responderemos muchas veces al día que estamos dispuestos a darle
lo que nos conviene, para no comprometer nuestra vida. Que estamos dispuestos a
darle, hasta una cierta medida.
Pero Jesús,
mostrándonos la imagen de aquella viuda, nos dice que lo quiere todo: que desea
profundamente la entrega de nuestro corazón. Y ¿sabéis qué? Que sólo Él puede
pedirnos ese acto generoso, porque en su sacrificio redentor no se guardó nada
para Sí mismo, ni la última gota de su Sangre. Por eso, solamente nos pide lo
mismo que nos ha dado: un amor incondicional, que no se vende ni se compra con
las prebendas de esta tierra.
Quiere que en
las arcas de las ofrendas, entreguemos nuestro ser y nuestro existir; nuestra
confianza y nuestros problemas. Porque a Dios no le gana nadie en generosidad
y, como nos ha repetido muchas veces, recogeremos el ciento por uno. En
realidad todo el contenido de ese texto maravilloso trata de eso: de descansar
en la Providencia. De ser capaces de darnos cuenta que los bienes de este
mundo, hoy están y mañana no. Y que la única misión que tienen, como medios
divinos en usufructo, es hacerlos fructificar para las cosas de Dios y el bien
de nuestros hermanos. Demos a todo, la justa importancia que tiene, y pongamos
al Señor en el centro de nuestra vida, de nuestros proyectos y de nuestra
esperanza.