15 de noviembre de 2014

¡Capítulo quinto!



C A P I T U L O    V


  Hemos vivido, yo diría que con horror, el problema al que se ha enfrentado una amiga nuestra: una hija anoréxica. No entraré, aunque lo estoy deseando, en las causas que han provocado esta situación, sino en todas las soluciones que se han buscado para poder lograr que esa hermosa criatura no se destruya a sí misma. Nadie ha respetado su libertad, porque estaba en juego su vida que era el bien más preciado.

  Este hecho me sirvió para dar contestación a una pregunta que una vez me hicieron: ¿Por qué escribes sobre estos temas tan poco actuales? ¿Por qué no te decides por una novela? Pues es muy simple. Porque también existe la anorexia del alma.

  Muchos de nosotros, por causas muy dispares, dejamos de alimentarnos espiritualmente y morimos de inanición frente a Dios; y es Él mismo el que me urge desde el Evangelio, a poner los medios que tengo a mi alcance, en este momento el libro que tienes entre tus manos, para serviros de ayuda y lograr que deis el primer paso para salir de esta situación que embota los sentidos y disfraza la realidad.

  No hay fórmulas magistrales; vosotros tenéis que sentir el deseo de luchar para buscar; conocer y amar la Verdad, que puede ser conocida tras apartar el velo de la indiferencia. San Agustín lo refería así: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Los medios son tan antiguos como actuales sus mensajes, la palabra y la Eucaristía

  Nos llevamos las manos a la cabeza cuando se cruza en nuestro camino un analfabeto; nos da pena las limitaciones que presenta por el simple hecho de no poder leer el rótulo en una calle que lo situaría en la dirección correcta; y nos asusta las posibilidades que tiene de perderse debido, tal vez, a una ignorancia involuntaria motivada por las circunstancias que han rodeado su existencia. Creamos escuelas para adultos, porque sabemos que paliar esa carencia será aumentar su calidad de vida.

 Pero, sin embargo, nos mostramos indiferentes ante el desconocimiento total de la cultura religiosa, que es la única que dará respuestas al hombre sobre sí mismo. Darle a la razón la ayuda del Evangelio con la fe, no es tarea fácil, pero sí necesaria. Y en ese Libro pequeño en su extensión y enorme en su contenido, el hombre encuentra el prodigio de amor, que es la Eucaristía.      

  San Juan, que vivió con Cristo y bebió de sus palabras, nos relata en el capítulo 6 versículo 48 con que crudeza y realismo explica Jesús la necesidad, para salvarnos, de comer su Cuerpo. No usa una metáfora, como era su costumbre; ni tan siquiera una parábola. La realidad ahuyenta a los judíos escandalizados por lo que acaban de oír. Cuando los discípulos le preguntan temerosos, el Señor no suaviza su discurso sino que les plantea una pregunta: ¿Queréis iros vosotros también? Y Pedro haciendo un acto de fe, humillando su inteligencia que no le deja comprender el misterio, responde: ”¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que Tú eres el Santo de Dios.” 

  Hoy en día sigue ocurriendo lo mismo. Unos huyen y otros vuelven sus ojos al maestro con esa adhesión que cambia la vida. Pensar que todo un Dios, en un acto de locura amorosa, decidiera no dejarnos solos y seguir redimiéndonos en cada Misa, a través de Su sacrificio, es algo que supera con creces el entendimiento del ser humano. Pero Él es así… porque sabe que la contemplación del amado mueve al amor.

  Me emocionó una anécdota que una vez contó San Josemaría cuando se encontraba de párroco en un pueblecito. Cada mañana, mientras él estaba en la sacristía, oía un ruido de latas enorme y cuando salía a la Iglesia no encontraba a nadie. Decidió esperar sentado en un banco para conocer las causas de tan extraño fenómeno; y puntualmente al día siguiente, vio que entraba un hombre cargado de bidones que postrándose ante el Sagrario decía:  “Señor, aquí está Juan el lechero”. Y sin mediar más palabras se iba.
¡Qué acto de fe tan bonito! la sencillez de la vida corriente.

  Mirar, no tenemos dos corazones para amar de forma distinta a Dios y a los hombres, solo podemos querer al Señor con amor humano; con ansias de estar a su lado, de verlo, de compartir penas y alegrías, con la diferencia de que Él es omnipotente.

  A veces nos volvemos locos elucubrando con libros teológicos, cuando la verdad es mucho más simple; está encerrada en la frase que Jesús nos dijo:”Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.

  San Pablo nos recuerda que, para alcanzar la santidad, hemos de identificarnos con Cristo; y no hay mejor manera de hacerlo que recibiéndolo como alimento. Comemos para dotar a nuestro cuerpo de las energías necesarias para seguir viviendo; pues para tener vida en el alma, para formar parte del mismo Dios, hemos de recibirlo en la Eucaristía, facilitando -a pesar de nuestras carencias- que nuestras obras sean de paz, entrega y servicio; nuestras palabras surjan verdaderas, claras y oportunas; nuestras acciones sean coherentes, eficaces y acertadas; haciendo nuestras las palabras de santa Teresa de Jesús: “A quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta”.