C A P I T U L O V I
Muchas veces no entendemos la lógica de Dios, porque desearíamos que se
identificara con la nuestra. El Señor, se ve en todo el Evangelio, nos pide un
acto de entrega para obrar el milagro.
Necesita los pocos panes y peces que le ofrecen, para multiplicarlos y
dar de comer a una multitud. Quiere necesitar las tinajas para convertirlas en
vino y ayudar a los novios, poco previsores, de las bodas de Canaán. Y escoge
doce apóstoles incultos y pescadores, que le ofrecen con humildad su amor y su
voluntad; formando con ellos el núcleo de la Iglesia primitiva, que se expandió
llevando su divino mensaje por todos los lugares de la tierra.
Con este mismo criterio decidió poner a san Pedro, que le había negado
tres veces, como cabeza visible y roca firme donde pudiera apoyarse el grupo. Y
dio a todos ellos la potestad de atar y desatar, que les confiere su Espíritu,
entregado en Pentecostés.
Dios ha querido necesitarnos. Les pide a los apóstoles que sean sus
testigos y les promete que serán revestidos del poder del cielo. Y una
característica de este hecho, es poder transmitirlo a los que ellos escojan como
sus sucesores; ya que, lógicamente, la Iglesia se forma con la premisa de la
intemporalidad.
Muchas veces hablamos de la gracia sin saber exactamente a que nos
estamos refiriendo. Es un don, por tanto gratuito, que consiste en el auxilio
divino que el Señor nos da para responder a su llamada; no lo ganamos por
nuestros méritos, que no los tenemos, sino por los que ganó Cristo viviendo su
pasión y su muerte en la cruz.
En nuestra vida diaria no conectamos nuestros electrodomésticos, ni
nuestras lámparas a una central hidroeléctrica, sino que tras un complicado
sistema lo recibimos en nuestros hogares a través de un simple y sencillo enchufe, que permite el paso de algo tan preciado como
la electricidad. Sería absurdo decir que dicho enchufe es el que nos da la
corriente, pero si es correcto decir que es el que la transmite.
En la Iglesia ocurre algo parecido: los sacerdotes son el medio para
impartir los sacramentos; utilizados como puentes de salvación, a través de los
cuales nos llega el favor de Dios. Y querría hacer hincapié en uno de ellos,
cuya importancia me viene demostrada por la intensidad con que se lucha para
conseguir erradicar su uso: la confesión.
Sacaros de la cabeza la ridícula frase que algunos esgrimen de que los
hombres no pueden perdonar los pecados. ¡Eso es evidente! Y nunca lo hemos
discutido. Sólo defendemos que Dios se vale de los sacerdotes, por el poder que
les dio, para en nombre de Cristo hacer llegar al penitente ese gratificante
perdón.
El hombre tiene necesidad de hacer balance de su vida, al igual que lo
hace de su negocio, para llegar a la conclusión de si presenta más pérdidas que
ganancias; y si debe rectificar su estrategia, pagando sus deudas y corrigiendo
sus errores. Pero Dios, que es Padre, se excede en su amor y sale a nuestro
encuentro; brindándonos la oportunidad del perdón, del “borrón y cuenta nueva”.
Sólo nos pide el esfuerzo que supone humillar el orgullo y exponer al confesor
nuestras miserias; dándonos la ocasión de que, al igual que el médico tras una
intervención quirúrgica extrae el tumor que puede provocarnos la muerte, el
sacerdote -con sus inspiradas palabras- consiga encontrar la raíz de nuestras
faltas; poniéndonos en el camino de corregirlas. La Gracia divina, propia del
sacramento, aumentará la capacidad de lucha y la voluntad de amar; que no
reside en una mera sensación gratificante, sino en un compromiso leal
construido día a día, y cimentado en el sacrificio y la esperanza. En resumen,
consiste en seguir las huellas que dejó marcadas el propio Cristo, en su
caminar terreno.