1 de noviembre de 2014

¡No hay otro mejor!



Evangelio según San Mateo 4,25.5,1-12.


Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
"Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron."

COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de san Mateo, como el Señor, al ver la multitud que le seguía, decidió  pararse en un monte alto, donde se le escuchaba bien y los divisaba a todos; y se puso a enseñarles. Jesús era incapaz de dejar pasar cualquier ocasión propicia, sin instruir a las gentes; porque sabía que el mensaje que Él transmitía, no sólo les hacía tener una vida más digna y mejor, sino que los salvaba y los preparaba para alcanzar la Gloria.

  Ahora, ante el discurso que va a efectuar y en el que va a orientar las promesas hechas a Abrahán, no a la posesión de la tierra, sino a la patria definitiva del Reino de los Cielos, los apóstoles se le acercan y, a su lado, reciben las Bienaventuranzas como base, tesoro y herencia, para la Iglesia de Cristo. Así, cada uno de los puntos que vamos a contemplar, reflejan en realidad el rostro de Nuestro Señor, su personalidad. Y Jesús nos avisa que todos los que nos hemos hecho otros Cristos, por el Bautismo, estamos obligados a expresar, con nuestra existencia, la gloria de su Pasión y su Resurrección.  En las aguas sacramentales, nos insertamos en Jesús, y su sabia –la Gracia- recorre nuestro interior, divinizándonos. Por eso los discípulos del Maestro, que hemos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios en Jesucristo, estamos asociados a Él y comprometidos a seguir sus pasos; pero no podemos olvidar nunca que sus pasos, conducen a la cruz.

  Esas palabras del Maestro, que escuchamos a través del Apóstol, son promesas que sostienen la esperanza en la tribulación –que sin duda viviremos- e iluminan nuestro corazón, descubriendo el sentido de todas las circunstancias difíciles y complicadas. Ese es el secreto que caracteriza la alegría, propia de la vida cristiana. Por eso, ser Iglesia, es ver reflejado en nosotros mismos, esos rasgos característicos que nos descubre el Hijo de Dios en el Discurso de la Montaña: Se manifiesta a Sí mismo, como pobre de espíritu y, por ello, humilde ante el Padre y dispuesto a aceptar la voluntad divina, sea la que sea. Vive la austeridad y la sobriedad de vida, no como algo impuesto por las circunstancias o las injusticias, sino como una elección libre asumida  por amor. Jesús se exige el desprendimiento, que es ese sentimiento de no tener nada como propio, porque sabe que todos los dones que el hombre tiene, provienen de Dios. Así nos quiere el Señor, con esa pobreza que nada tiene que ver con una situación socio-económica, que debería estar erradicada. Sino que nos pide a ti y a mí, que comprendamos que todo lo que gozamos es un regalo divino, que está para ser disfrutado junto a los demás.

  El Señor también ha padecido persecución, por causa de la justicia; pero esa justicia de la que nos habla el Maestro, tiene un sentido bíblico donde adquiere un valor más religioso que social. Nos habla del que sufre por cumplir la voluntad divina; de aquel que siendo  un servidor irreprochable del Altísimo, orientando sus días a hacer el bien a sus hermanos, acaba, por ello, perseguido y maltratado, ya sea física, moral o intelectualmente. Nos habla de la persecución encubierta a los que quieren vivir su vida, fieles a la Palabra del Evangelio. Cristo lloró y se afligió, al contemplar el comportamiento de los hombres hacia Dios. Así mismo nos dice, que todos aquellos que tengamos algún sufrimiento, intentando evitar las ofensas que se hacen a Dios y luchando por ser santos, seremos –sin ninguna duda- consolados por el Padre, que es el que permitirá que alcancemos la santidad.

  Jesús es “manso”, y por eso mantiene ese ánimo sereno y firme frente a la adversidad. Él no se deja llevar por la ira, ni por el abatimiento. Y nos pide que, si vamos tras sus pasos, tomemos ejemplo de su actitud ante cualquier situación. Debemos imitar su inocencia, su mansedumbre, su paciencia, su humildad, su misericordia…es decir, luchar por vivir las virtudes cristianas. Por eso nos pide el Señor, que comprendamos los defectos de los demás, y los disculpemos; porque eso es amar. Que los perdonemos, ya que esa es su disposición permanente hacia nosotros.

  Y nos insiste en que tengamos, como tiene Él, una relación estrecha con Dios. Y sólo seremos capaces de lograr esa intimidad divina, si somos limpios de corazón. Si luchamos por estar en Gracia y así, ser templos de la Trinidad Beatísima, con la recepción de los Sacramentos. Y nos llama a promover la paz –que eso es ser pacífico- porque todo el que tiene a Dios consigo, busca beneficiar a su hermano. No sólo es justo, sino misericordioso; no sólo es templado, sino que tiene un profundo dominio de sí mismo. Por eso Cristo, que es verdadero Dios y verdadero Hombre, nos muestra que la auténtica paz, no surge de la ausencia de guerra, sino de la familiaridad y confianza con la que tratamos habitualmente al Señor.

  Estas Bienaventuranzas, en realidad, son la proclamación y los medios que necesita el hombre, para alcanzar la auténtica felicidad. Y Cristo le añade, además, su sentido escatológico. Ya que los seres humanos aprendemos a vivir la alegría, buscando a Dios y encontrando el sentido sobrenatural  a todos los momentos y circunstancias de nuestro ser y existir. Cristo nos exhorta a vivir y a sufrir con Él, como señal de que hemos elegido el camino correcto. Porque no hay mayor orgullo, ni más sano, que poder cumplir fielmente la voluntad de Dios. El premio, no lo olvidéis, es Él mismo. ¡Y no hay, otro mejor!