22 de noviembre de 2014

¡No seamos cobardes!



Evangelio según San Lucas 20,27-40.


Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección,
y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda.
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.
El segundo
se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.
Finalmente, también murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?".
Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan,
pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.
Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".
Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: "Maestro, has hablado bien".
Y ya no se atrevían a preguntarle nada.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas podemos observar cómo se acercan al Señor aquellos hombres que, fingiendo un deseo de conocer o descubrir, sólo desean ponerle en un aprieto con preguntas malintencionadas; y cuyas respuestas pueden ser interpretadas equívocamente, por los que le escuchan.

  Los saduceos eran miembros del Sanedrín: que era la Corte Suprema que tenía la misión de administrar justicia aplicando e interpretando la Torah. Y a la vez, ostentaba la representación del pueblo judío, ante la autoridad romana. Debido a una antigua tradición,  ese Consejo tenía setenta y un miembros, herederos, según se suponía, de las tareas desempeñadas por los setenta ancianos que ayudaban a Moisés en la administración de justicia, más el propio Moisés. Y se desarrolló, en el tiempo, integrando representantes de la nobleza sacerdotal y de las familias más notables.  

  Pues bien, esos hombres que se aproximaron a Jesús, y que os he explicado un poco a que insigne asamblea suprema pertenecían, no asustaron al Maestro ni le condicionaron en sus respuestas. Él sabía que aquellos que le preguntaban, atendían a una interpretación literal de la “Ley escrita” y, por ello, no creían en la resurrección de la carne. También conocía que, al contrario que ellos, los fariseos –que compartían  tareas de gobierno-  sí que la aceptaban; y no sólo por la Tradición oral, que asumían como revelación, sino porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura como era, por ejemplo, el del profeta Daniel:
“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para la vida eterna, otros para vergüenza, para ignominia eterna. Los sabios brillarán con el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad. Tú, Daniel, guarda esas palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin. Muchos lo repasarán y aumentarán el convencimiento” (Dn. 12, 2-4)

  Ante esto el Maestro, que conoce perfectamente sus intenciones y la animadversión que guardan en su corazón, se abstiene de recriminar su actitud y descubrir sus verdaderas pretensiones. Sabe que, entre ellos mismos hay diferentes explicaciones sobre el tema que le preguntan y, sin enojarse  por esa hipocresía que teñida de interés busca perderle, aprovecha ese momento –como hace siempre- para mostrar la Verdad. Sabe que el Padre permite esas circunstancias, porque de ellas -dando la vuelta a la situación- se pueden aclarar  aspectos de la resurrección que ayudarán a descubrir a los que le rodean, una perspectiva nueva y distinta en la relación del hombre con Dios.

  Pero Jesús va más allá y antes de hablarles del tema que le han preguntado, les hace comprobar la importancia que tenía, ya en tiempos de Moisés, ese núcleo primigenio que es la causa de la propagación de la vida: la comunión mutua y personal del hombre y la mujer, en la alianza matrimonial. Nada hay tan importante a los ojos de Dios, como el poder participar a su lado de ese don divino, que son los hijos. Clama al Cielo que hoy, excusándonos en cuestiones materiales, hayamos llegado a contemplar a nuestra prole, no como una bendición, sino como un problema. El Señor nos llama a recibir, amar y educar en la fe, a esa riqueza inmensa que es fruto de nuestro amor y nuestro libre compromiso.  Por eso el Maestro, atando ambos temas con sus palabras, les recuerda que entonces, cuando ya participemos de la Gloria de Dios, ya no nos hará falta el matrimonio para perpetuar la vida; porque formaremos parte –en cuerpo y alma- de la Vida sobrenatural.

  Aquellos que hayan muerto en Gracia, esperarán –gozando de Dios- el fin de los tiempos; y, entonces, esa carne perderá el sello de mortalidad, que le confirió el pecado, y con ella poseeremos al Sumo Hacedor, que es la Felicidad completa. Esa consumación, donde Cristo será glorificado y enaltecido sobre todas las cosas, será la realidad final donde, en Dios, estaremos reunidos todo el género humano. Allí podremos contemplar esa visión beatífica que nos inundará de paz y alegría.  Ya no habrán esos signos en nosotros, que fueron el veneno que derramó el aguijón del diablo: el egoísmo, la mentira, los celos, el rencor…y que han marcado una manera específica de relación, entre los hombres. Todo será distinto, porque reinará el Amor.

  Muchos de aquellos saduceos, que estaban cegados por el odio que anidaba en su interior, no fueron capaces de alcanzar a contemplar la realidad de las palabras de Cristo; pero nos dice el texto que otros, que no estaban cerrados a la fe por ideas preconcebidas, reconocieron que el Señor tenía palabras de Verdad, que iluminaban la Escritura. ¡Qué ejemplo nos da Jesús! para que ninguno de nosotros cese en su empeño de propagar el Evangelio y cumplir con su misión apostólica. No importa a quien tengamos delante; y, sobre todo, no permitamos que la cobardía se tiña de prudencia, conveniencia y falsos respetos humanos. El Señor nos ha prometido que, si estamos en Gracia, el Espíritu Santo pondrá en nuestros labios el mensaje que debe ser difundido para alcanzar la Redención. Tú sólo prepárate para ello: conoce su Palabra y ora sin descanso, para recibir la luz y la fuerza de su voluntad.