21 de noviembre de 2014

¡Plantéatelo!



Evangelio según San Lucas 19,45-48.



Jesús al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores,
diciéndoles: "Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones".
Y diariamente enseñaba en el Templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los más importantes del pueblo, buscaban la forma de matarlo.
Pero no sabían cómo hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, pone de manifiesto una característica de Jesús, que debe servirnos de acicate y ejemplo. Ya que, a veces, confundimos el ser manso y humilde de corazón, con no tener carácter o ser un pusilánime; y no hay nada más erróneo. El Maestro nos demostró siempre, que sabía discutir; que era un Hombre de carácter que, porque amaba mucho, no se rendía a perder un alma. Que se enfrentaba a los que intentaban acabar con Él y, con argumentos, paciencia y caridad, intentaba iluminar la oscuridad de sus corazones; aunque jamás se callaba ante el error, ni pasaba indiferente ante la injusticia.

  Pero sobre todo, lo que Cristo defendía por encima de todas las cosas, era el respeto y la veneración que debían tener todos, hacia las cosas de su Padre. Y si me apuráis os diré, que todo lo creado debe ser tratado con la consideración que merece, porque ha surgido de las manos de Dios. Pero no hay obra más precisa, ni más preciosa, que aquella que es imagen del mismo Creador: el hombre.  Es  esa consideración, que da al ser humano su más alta dignidad, desde la que hemos de amar, respetar, ayudar y defender a nuestros semejantes. Nadie, absolutamente nadie, puede tratar a un ser humano como medio, para alcanzar un fin; y mucho menos si ese fin, es económico. La Trinidad habita en el alma en Gracia, convirtiéndonos en Templo de Dios; y haciendo realidad aquella promesa de que el Altísimo pondría su tienda, en medio de los hombres. Es ahí, tomando ejemplo de Nuestro Señor, donde nosotros debemos manifestar –alto y fuerte-  la realidad cristiana que descubre la verdad del ser humano.

  Pero la doctrina de Nuestro Señor, va más allá; y nos dice –para que lo proclamemos al mundo- que en todos los Templos católicos, donde se encuentra Un Sagrario, está el Hijo de Dios esperándonos  en su forma sacramental. Humildemente, en la máxima prueba de amor, después de haber entregado su vida por nosotros. Y lo sabemos, porque el propio Cristo nos lo ha dicho en el Evangelio: nos ha asegurado que ese trozo de pan, tras las palabras consagratorias, se convierte en su Cuerpo –en su Persona- Por eso se hace efectiva la promesa divina, de que Él estará con nosotros, hasta el fin de los tiempos. Y que no hay otra manera, como dice san Pablo, de hacernos otros Cristos y tener vida eterna, que recibir y comer, su Carne.

  Cuantas veces debemos decirle al Señor, cuando rezamos mirando la Sagrada Forma, que aumente nuestra confianza y, con san Pedro, nos haga dignos de transmitir su mensaje. Que no permita que nos acostumbremos a esa inmensa y maravillosa realidad, que es la presencia de Jesús hoy, igual que ayer. Que nos alcance el don de ver, con los ojos de la fe –que nunca nos engañan- la figura de Aquel, que cruzó Palestina, en busca de todas las almas que estaban dispuestas a seguirle. Que nos conceda la capacidad de oír, en la soledad del Templo, las palabras que el Maestro desgranó, tantas veces, para aquellos que, sentados en la hierba, escuchaban su doctrina.

  Lo más maravilloso de la fe de los cristianos es, justamente, que Dios ha cumplido todo aquello que dijo y, por amor, igual que sufrió una muerte de cruz y resucitó, se ha quedado entre nosotros hasta su venida gloriosa. Si fuéramos capaces de no olvidar ese hecho, que es el más sobrenatural y trascendente en la historia que Dios ha compartido con el hombre, jamás estarían vacíos los bancos de la Casa del Señor. Jamás permitiríamos, como hizo Cristo, esa falta de respeto, que es tan habitual entre los muchos visitantes que frecuentan nuestras Basílicas, Santuarios o Catedrales. No consentiríamos según que actitudes o indumentarias, más propias de un “picnic” que de la consideración que merece la inmensidad de Dios. Nadie se lo creerá, si nosotros nos comportamos como si Él no estuviera. Por eso el gesto de Jesús nos debe recordar que ahora no tiene –porque ha querido necesitarnos- nadie que lo defienda; y si no somos nosotros los que hacemos valer nuestros derechos, y nuestro deber, como católicos coherentes que protegen y veneran la realidad sacramental, nadie lo hará. ¡Vamos a planteárnoslo!