17 de noviembre de 2014

¡"Señor, que vea"!



Queridos: ante todo permitirme unas líneas, para expresaros una realidad que debe darnos esperanza y fuerza, para seguir luchando por expandir la Palabra divina. Periódicamente, sufrimos ataques cibernéticos a nuestra wepp para ver si consiguen eliminarla. Evidentemente, esos intentos dificultan nuestra tarea, pero también corroboran que, si el diablo se toma tantas molestias, es porque le hacemos daño con nuestra tarea. Estos días ha sido, si lo habéis comprobado, un virus que ha eliminado las fotos y los distintos apartados. Pero con la ayuda de Dios, y de nuestro estimado colaborador, Miguel -rezar por él- hemos conseguido superarlo. Así que, con alegría, vamos a seguir trabajando para que esta humilde página, ayude a la comunicación del Evangelio de Cristo. Estamos en el buen camino, -las dificultades lo atestiguan-, sigamos juntos mucho tiempo. Un abrazo a todos.






Evangelio según San Lucas 18,35-43.


Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué sucedía.
Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret.
El ciego se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!".
Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó:
"¿Qué quieres que haga por ti?". "Señor, que yo vea otra vez".
Y Jesús le dijo: "Recupera la vista, tu fe te ha salvado".
En el mismo momento, el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, contemplamos la actitud de este ciego de Jericó, que está atento a las cosas que suceden. No ve, pero percibe que hay más gente que otros días y está vigilante ante las circunstancias y  los acontecimientos. No ve, pero no le importa preguntar qué sucede, porque no quiere perderse nada bueno de lo que la vida puede aportarle. Y alguien, que estaba cerca de él, ante su insistencia, le pone en conocimiento de que por allí está pasando Jesús de Nazaret.

  Ese es el momento preciso en el que, el hombre que no ve, sabe que debe aprovechar la oportunidad más grande que se le ha brindado; y aunque no sabe muy bien donde está el Maestro, sí sabe que debe aprovechar ese encuentro, esa oportunidad que, tal vez, no volverá. Es ciego, si, pero todavía le queda la voz, para clamar con fuerza y conseguir que Cristo le oiga. Siempre ha estado atento, escuchando con sus oídos, lo que el pueblo contaba sobre el Rabbí y sus milagros; y en su interior ha nacido la fe en este Hombre. Tal vez no alcance a comprender toda la realidad de lo que los demás le relatan, pero ha aceptado la trascendencia divina del Maestro, y cree firmemente que es el Mesías. Por eso, ese sentimiento interior le da la fuerza y el valor necesarios, para comenzar a gritar, y a llamar al Señor con todas sus fuerzas. Y entonces ocurre lo que es habitual, cuando los hombres manifestamos ante los demás, nuestra fe en voz alta: que intentan hacernos callar. Surgen los consejos de prudencia, las vergüenzas, las reprimendas…pero nada puede silenciar a ese ciego que sabe en su corazón, que el Hijo de Dios está cerca y puede curarle. Y como siempre, Jesús está presto a escuchar a todos aquellos que le reclaman; sobre todo, a los que han tenido que esforzarse para llamar su atención. Y, delante de todo el pueblo, obra el milagro.

  Ese hombre, como debemos hacer nosotros, ha vencido todos los respetos humanos que le indicaban más aconsejable, enmudecer su oración. Que le recomendaban, apartarse del lado del Señor. Y Cristo valora que el ciego, por encima de todo, lo haya elegido a Él; ya que no tenía ninguna certeza, y ni mucho menos, ninguna evidencia de su gloria. Pero su fe le ha permitido salvar el qué dirán, o lo que era políticamente correcto para no escandalizar al grupo; y, desde entonces, por su tenacidad, no sólo verá, sino que encontrará el amor de su vida. Porque tener a Cristo, es ver. Es conseguir que su luz penetre en nuestro interior, y todo se ilumine con la Verdad. Es conocer la realidad del mundo, no como nos la explican otros porque no logramos apreciarla nosotros mismos, sino como salida de las manos de Dios.

  Esa frase que nos presenta el texto, y que surge como una súplica de los labios del ciego: “Señor, que vea”, debe ser una jaculatoria que tenemos que tener permanentemente en nuestro corazón. Sobre todo, cuando no entendemos los planes de Dios y la tribulación nos aprisiona el alma. Hemos de pedirle a Jesús, como si estuviéramos sentados al borde del camino, que nos permita recuperar la luz del Paráclito y la fuerza de su Gracia. Que nos deje observar, en todas las circunstancias de la vida, su mano santísima que dirige, protege y da sentido a cualquier situación de nuestro día a día. Porque sólo así, “viendo”, seremos capaces de unir nuestra voluntad a la voluntad divina y, con alegría cristiana, salir airosos de esta lucha personal que necesita para vencer, de la fe y la confianza en Jesús de Nazaret.