1 de noviembre de 2014

¡Capítulo tercero!



C A P I T U L O   I I I







   Leyendo un capítulo de la vida del magistral músico y compositor Albéniz, me llamó la atención una anécdota que le sucedió en París, cuando daba una tanda de recitales. Su mujer, que se había quedado en España, recibió una llamada suya rogándole que volara a la capital francesa, porque se encontraba enfermo.


Con la rapidez que da la intranquilidad, tomó el primer avión que pudo y se personó en el hotel, donde comprobó que su esposo estaba tan sano como la manzana de Blancanieves; y no os penséis que busco esa similitud porque no he sabido localizar otra fruta en otro cuento, sino porque en el fondo la susodicha manzana, que la bruja quería entregar a la gentil princesa, contenía un veneno mortal.



Durante la larga gira que ese hombre realizaba, comprobó que comenzaba en él un sentimiento de atracción hacia una joven del grupo que le acompañaba, y con un valor inusual en sus congéneres, ejerció la voluntad de no ceder a su instinto, apartando la tentación que la soledad le producía.

 De esta manera, una llamada telefónica y el amor de su esposa, salvaron su matrimonio.



Vivir no es carecer de dificultades, sino saber enfrentarse a ellas con la prudencia que da el conocimiento de nuestras debilidades yequivocaciones, y el valor de corregir nuestros errores.



Estuve pensando largo rato que es lo que hace que unas personas sean tan mediocres y otras alcancen talla de gigantes, y al rato deduje que hay una virtud cardinal, escondida en el fondo del alma, que está bastante en desuso por el esfuerzo titánico que representa, cuando no se cuenta con la gracia de Dios: la fortaleza.



Se podría definir como la fuerza que vence el temor y huye de la temeridad. Hay una definición filosófica de Kant que me gusta muchísimo, describiéndola como la fuerza moral de la voluntad en obedecer los dictados del deber.



Tengo una conocida, a la que quiero mucho, que siempre me pide cuando hablamos sobre algún tema que le de ejemplos para poder llegar a una fácil comprensión de los hechos. Pensando en ella y en otras muchas personas a las que a veces les cuesta entender el sentido de las palabras, voy a escenificar la importancia que tiene para mí esa virtud.



En la edad media, los señores feudales construían sus castillos y ciudadelas rodeándolas de unos recintos fortificados capaces de contener los ataques externos, que sus enemigos les lanzaban con periodicidad; dichos recintos tomaron el nombre de fortalezas.

Pues bien, en esta vida en la que todos los actos humanos dejan una huella en el alma, hemos de rodearnos de esa fuerza que hace que perseveremos en el cumplimiento de lo que entendemos que debemos hacer, según los dictámenes de nuestra conciencia.



Pero para ello hemos de conocer nuestras limitaciones y saber, como sabe el enfermo cuando se manifiestan unos síntomas, que sin ayuda experimentada difícilmente lucharemos contra la enfermedad.



Necesitamos los sacramentos donde recibimos la gracia, que es un don divino dado gratuitamente por el amor de Dios, participando de la naturaleza divina.



Yo no se de nadie, en su sano juicio, que no se aproveche de algo sin coste económico; lo único que se nos exige es el esfuerzo de pedirlo y la intensidad de buscarlo. A cambio recibimos una inyección de vitaminas sobrenaturales que nos prepara para la lucha contra los virus de este mundo. ¿Os negaríais a vacunar a vuestros hijos contra el tétanos o la tos ferina? ¿Porqué no esgrimís entonces el argumento de la libertad a la hora de elegir una opción?. Porque estáis convencidos de que es lo mejor para ellos.



Bien, pues yo os rogaría que fijarais vuestra atención en ese plano inclinado donde parece que los humanos hemos decidido construir el edificio de nuestra existencia, y plantearos si puede encontrarse algún suelo firme donde cimentar los pilares de una vida consecuente y feliz; porque feliz es el que aprende a unir su voluntad a la de Dios, en cada momento y circunstancia de su vida.



A veces sólo consiste en reconocer que la fe es una adhesión personal a Jesús, no un hecho evidente, que implica la aceptación de la autoridad de quien nos lo dice; y esa autoridad es la de Dios.



Las verdades de la fe no van en contra de la razón ni de la inteligencia, digamos que las complementan, aunque no siempre sean entendidas porque no son una evidencia.



Mucha gente desconoce el funcionamiento de sus pulmones y en cambio eso no es impedimento para seguir respirando. La causa de nuestra incredulidad es el orgullo de la razón que quiere pasarlo todo por la comprensión, sin decidirse a humillar la inteligencia. Sin la fe no hay gracia y sin ella la fortaleza sucumbe.



A mí me ayudó una vez la contemplación, en un frondoso bosque, de un impresionante algarrobo; sus enormes ramas caían hacia los lados en una tremenda prolongación de sí mismo. Pero me quedé pasmada al ver que conseguía mantener esa posición erguida gracias a un pequeño árbol que bifurcaba sus cortas ramas, sirviendo de apoyo a las que, por su peso, hubieran caído partiéndose sin remedio.



No importa lo grandes que somos, lo fuertes que nos consideramos o lo inteligentes que nos sentimos; si no tenemos el apoyo de la fortaleza para luchar contra la adversidad que tarde o temprano se cruzará en el camino de nuestras vidas, estamos condenados a sucumbir y desfallecer en esa triste soledad del alma, que es la falta de fe.