8 de noviembre de 2014

¡Capítulo Cuarto!



C A P I T U L O  I V



Hace unos años ocurrió un suceso en E.E.U.U. que seguro todos recordareis. Un magistral apagón dejó gran parte del país en una profunda oscuridad. Puso en evidencia el precario sistema eléctrico de la máxima potencia mundial, y nos permitió descubrir que ese hecho multiplicó fenómenos de vandalismo, caos y miedo.

Parece como si la falta de luz nublara la razón del hombre, propiciando que salieran a flote los peores instintos del ser humano.

De la misma manera, paseando de noche por el Paseo de Gracia de Barcelona, me llamó la atención algunos edificios iluminados adecuadamente, que impresionaban por su belleza y majestuosidad, pero al recorrerlos por la mañana comprobé que estaban necesitados de alguna rehabilitación, porque la polución y el tiempo habían hecho mella en sus hermosas fachadas.

Las mujeres sabemos, por propia experiencia, que cuando tenemos las cortinas echadas o las persianas bajadas en nuestra casa, nos congratulamos pensando lo limpio que está todo; sensación que termina cuando abrimos los postigos y entra la luz del sol, enfrentándonos a la cruda realidad de una capa de polvo encima de los muebles que termina con la ilusión de que, tal vez ese día, nos hubiéramos librado de esa pesada tarea doméstica.

Por tanto deduzco que la luz del sol, sus rayos, nos muestran las cosas como en realidad son y no como quisiéramos que fueran. Es en parte, como enfrentarse a la verdad de los hechos.

Cuando leí en el Evangelio que Cristo se definía como la Luz del mundo, me sirvieron todas las anteriores circunstancias para llegar a una mayor comprensión de sus palabras. Él nos descubre nuestras carencias, nuestros errores, que la soberbia al igual que los postigos, no nos dejaban vislumbrar.

Cuando en nuestras vidas hay un apagón de fe, salen a la superficie los pecados capitales que todos llevamos impresos, por el pecado original, en nuestra naturaleza: la codicia, ese afán de tener algo a cualquier precio; la pereza que nos predispone a las omisiones; la gula y la lujuria que nos animalizan; el mal genio incontrolado que se convierte en ira; la envidia, que no perdona la suerte de nuestro prójimo. En definitiva, lo peor de nosotros mismos.

Cualquier ciego daría lo que tiene por poder abrir la luz de sus ojos. Lo primero que hacemos al entrar en una sala a oscuras es buscar el interruptor que la ilumine y nos facilite el no tropezar con los objetos que allí se encuentran. En la vida interior ocurre lo mismo… Tal vez Cristo nos muestre realidades personales y profundas, desconocidas para nosotros, que nos enfrenten a la urgencia de ser mejoradas. Tal vez nos complique la existencia al tomar conciencia de nuestra pequeñez frente a la alta estima con que nos valoramos. Pero una cosa es evidente para el ser humano: sin sol no podemos vivir, aunque a veces nos incomode, no solo biológicamente sino anímicamente.

En una de las intervenciones quirúrgicas que tuve, comprobé como una enferma a la que le habían realizado una histerectomía, mejoraba considerablemente por el solo hecho de cambiarla de habitación. De una interior, en la que todo el día tenía luz artificial, la pasaron a una exterior donde entraba el sol a raudales. Ese simple gesto contribuyó a que su actitud  variara, y comenzó a luchar para mejorar.

Es necesario decirle al mundo que hay Alguien que ilumina la oscuridad del alma, que nos da fuerzas, con su amor, para levantarnos en cada caída.

La Luz es vida, nos hace crecer como personas y nos guía en ese corto camino que es nuestro deambular hacia la casa del Padre.