C
A P I T U L O I V
Hace unos años ocurrió un suceso en
E.E.U.U. que seguro todos recordareis. Un magistral apagón dejó gran parte del
país en una profunda oscuridad. Puso en evidencia el precario sistema eléctrico
de la máxima potencia mundial, y nos permitió descubrir que ese hecho
multiplicó fenómenos de vandalismo, caos y miedo.
Parece como si la falta de luz
nublara la razón del hombre, propiciando que salieran a flote los peores instintos
del ser humano.
De la misma manera, paseando de
noche por el Paseo de Gracia de Barcelona, me llamó la atención algunos
edificios iluminados adecuadamente, que impresionaban por su belleza y
majestuosidad, pero al recorrerlos por la mañana comprobé que estaban
necesitados de alguna rehabilitación, porque la polución y el tiempo habían
hecho mella en sus hermosas fachadas.
Las mujeres sabemos, por propia
experiencia, que cuando tenemos las cortinas echadas o las persianas bajadas en
nuestra casa, nos congratulamos pensando lo limpio que está todo; sensación que
termina cuando abrimos los postigos y entra la luz del sol, enfrentándonos a la
cruda realidad de una capa de polvo encima de los muebles que termina con la
ilusión de que, tal vez ese día, nos hubiéramos librado de esa pesada tarea
doméstica.
Por tanto deduzco que la luz del
sol, sus rayos, nos muestran las cosas como en realidad son y no como
quisiéramos que fueran. Es en parte, como enfrentarse a la verdad de los
hechos.
Cuando leí en el Evangelio que
Cristo se definía como la Luz del mundo, me sirvieron todas las anteriores
circunstancias para llegar a una mayor comprensión de sus palabras. Él nos
descubre nuestras carencias, nuestros errores, que la soberbia al igual que los
postigos, no nos dejaban vislumbrar.
Cuando en nuestras vidas hay un
apagón de fe, salen a la superficie los pecados capitales que todos llevamos
impresos, por el pecado original, en nuestra naturaleza: la codicia, ese afán
de tener algo a cualquier precio; la pereza que nos predispone a las omisiones;
la gula y la lujuria que nos animalizan; el mal genio incontrolado que se
convierte en ira; la envidia, que no perdona la suerte de nuestro prójimo. En
definitiva, lo peor de nosotros mismos.
Cualquier ciego daría lo que tiene
por poder abrir la luz de sus ojos. Lo primero que hacemos al entrar en una
sala a oscuras es buscar el interruptor que la ilumine y nos facilite el no
tropezar con los objetos que allí se encuentran. En la vida interior ocurre lo
mismo… Tal vez Cristo nos muestre realidades personales y profundas,
desconocidas para nosotros, que nos enfrenten a la urgencia de ser mejoradas.
Tal vez nos complique la existencia al tomar conciencia de nuestra pequeñez
frente a la alta estima con que nos valoramos. Pero una cosa es evidente para
el ser humano: sin sol no podemos vivir, aunque a veces nos incomode, no solo
biológicamente sino anímicamente.
En una de las intervenciones
quirúrgicas que tuve, comprobé como una enferma a la que le habían realizado
una histerectomía, mejoraba considerablemente por el solo hecho de cambiarla de
habitación. De una interior, en la que todo el día tenía luz artificial, la
pasaron a una exterior donde entraba el sol a raudales. Ese simple gesto contribuyó
a que su actitud variara, y comenzó a
luchar para mejorar.
Es necesario decirle al mundo que
hay Alguien que ilumina la oscuridad del alma, que nos da fuerzas, con su amor,
para levantarnos en cada caída.
La Luz es vida, nos hace crecer como
personas y nos guía en ese corto camino que es nuestro deambular hacia la casa
del Padre.