28 de diciembre de 2014

¿Crees que es tu momento?



Evangelio según San Lucas 2,22-40.


Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Lucas, podemos observar como la Sagrada Familia actúa, como una familia normal: ya que ellos, por su naturaleza y condición, estaban exentos del precepto que les exigía presentarse y cumplir en El Templo; pero lo formalizaron para ser –como ha sido el Hijo de Dios- uno más entre los hombres.

  Hemos de conocer, para entender porqué María, José y el Niño subieron a Jerusalén, que cuando una mujer daba a luz un hijo varón, según la Ley de Moisés, debía purificarse y pagar un rescate por su primogénito, ya que le pertenecía a Dios. Primogénito que en ningún momento indicaba que fuera el primero entre otros, sino el que abría el seno de la madre. De esta condición, guardada en el Éxodo, sólo estaban dispensados los que pertenecían a la tribu de Leví; y el resto debían pagar una restitución por el pequeño, al cabo de un mes, de cinco siclos.

  Pero además se consideraba que la mujer que había parido ese varón, había quedado impura y, para ello, debía purificarse presentando, si era rica, una res menor y, si no lo era, un par de tórtolas o unos pichones. Como veréis, ni Jesucristo ni su Santa Madre, tenían que cumplir con el mandato divino; primero porque María, que había concebido sin obra de varón, continuó virgen antes, durante y después del parto. Por eso san Juan nos dirá en su Evangelio: “el cual no ha nacido de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios” (Jn 1,13). Ese “no ha nacido de las sangres” sostiene de forma velada pero clara, que no hubo derramamiento de sangre en la madre y que el parto fue virginal. Y en cuanto al Pequeño, estamos hablando del Hijo del Padre; de Dios de Dios y Luz de Luz.

  Pero la Sagrada Familia nos da, una vez más, un ejemplo de humildad y de esa normalidad en las cosas pequeñas, que mantienen también en las sobrenaturales. Para ellos ser levadura en medio del mundo, no es ningún problema; porque saben vivir en la intimidad de su alma, la misión que se les ha encomendado. Sólo están para servir, con amor y aunque no lo entiendan, a la voluntad de Dios. María, la llena de Gracia, asiste al Templo para purificarse, para cumplir fielmente con la Ley que el Señor le dio al Pueblo de Israel. Y tú y yo ¿Cuánto tiempo hace que no recurrimos al Sacramento de la Penitencia? El Señor nos lo puso para que, humillando nuestra alma y reconociendo nuestros pecados, recurriéramos a la fuerza del Espíritu Santo, para poder vencer aquello de lo que nos acusamos. Para limpiar nuestro interior y hacerlo un digno Sagrario, donde recibir a Jesús.

  En ese momento, nos dice la Escritura, que apareció Simeón en el Templo. Y que iluminado por el Paráclito, reconoció en el Niño la inmensidad y el cumplimiento de las promesas divinas. Jesús es la “gloria de Israel”; pero a su vez, la luz y la salvación para todos los hombres. El anciano hace presente la fidelidad de aquellos judíos que seguirán al Señor, y formarán junto a Él, la Iglesia. Reconociendo que el pueblo elegido ha sido el medio y el camino, por el que ha llegado la Redención al género humano. Pero a su vez, advierte que esa misión salvadora será “un signo de contradicción”, en el que muchos de sus miembros tropezarán.

  Como en todas las cosas de Dios, Simeón manifiesta a los hombres, que seguir a Jesús estará repleto de luces y sombras: de dolores y gozos. Es entonces, cuando el anciano se dirige a María, consciente del papel y la participación que va a tener la Virgen en el sacrificio de Cristo, donde le anuncia que por su corredención y su participación libre en la salvación, compartirá con su Hijo los padecimientos de la Pasión, en lo más profundo de su corazón.

  Vemos como el testimonio de Ana, que era una profetisa de edad muy avanzada que perseveró toda su vida en la oración, el ayuno y el servicio al Señor, da también un testimonio muy parecido al de Simeón. Y así podemos comprobar que ambos personajes, como todos aquellos que perseveran en el servicio a Dios, se convierten en un instrumento apto del Espíritu Santo, para dar a conocer a Cristo a los demás. Es un buen momento en estos días, para que pensemos en la intimidad de nuestra conciencia, si vamos a intentar ser fieles discípulos de Nuestro Señor y dar testimonio, con nuestra vida, de la Verdad del Evangelio. ¿Crees que es la ocasión oportuna? ¿O debemos esperar a que ocurra algo más?