27 de diciembre de 2014

¡Corramos a su encuentro!



Evangelio según San Juan 20,2-8.


Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, en el que se nos relata la Resurrección de Cristo, es la culminación de los textos que hemos contemplado en estos días; y en los que se nos hablaba de su Encarnación y su Nacimiento. La vida del Señor comienza con un hecho sobrenatural y termina, como no podía ser menos, de la misma manera: con la manifestación de su Gloria.

  El escritor sagrado nos habla de la consumación de la historia de la Redención: del cómo y el porqué el Niño Dios nació en Belén de una Madre Virgen; vivió treinta años disfrutando de lo cotidiano , santificando las cosas pequeñas y, llegado el momento, comenzó su vida pública para darse a conocer, y dar a conocer al Padre. Cómo fue rechazado, perseguido y asesinado; y de qué manera, venciendo a la muerte por habernos liberado del pecado, nos devolvió la Vida eterna.

  Ese sepulcro vacío que no sólo contemplan las santas mujeres, sino también Pedro y Juan, son señales perceptibles por los sentidos de la manifestación gloriosa de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. La misma manifestación que se dio en el portal de Belén y de la que participaron los pastores y los reyes de Oriente. La misma manifestación de majestad, que los Ángeles cantaron en la noche de Navidad. En este sepulcro vacío, se unen el ayer y el hoy; el tiempo y la eternidad; el fracaso y la gloria. Se unen el Niño y el Hombre, en la realidad de Dios.

  Me emocionan esas palabras de María, que ante el miedo de que alguien haya robado el Cuerpo del Señor, corre en busca de aquellos que sabe que son los receptores del Magisterio divino: los Apóstoles. Recurre a esa Iglesia que, a partir de ahora, cobijará a sus miembros y protegerá la fidelidad de la Palabra. Esa Barca de Pedro, que permanecerá unida a Cristo, hasta el fin de los tiempos; e iluminará con su Espíritu, la fe de los hermanos.

  Y aquellos hombres, ante el miedo a no encontrar al Señor, se apresuran a su encuentro. Se les acelera el alma, ante la angustia de no verlo más; de no tenerlo ni un minuto más con ellos. Y esa actitud de amor, que debe ser la propia de todos aquellos que somos discípulos del Maestro, es premiada por Él con esa luz que ilumina sus corazones y les permite ver, lo que sus ojos sólo perciben. No contemplan la realidad de un Cuerpo; pero su ausencia, y los detalles que observan, les sirven para afirmar que en aquella desaparición, se ha realizado Su perenne presencia.

  La muerte no ha podido retener al Señor de la Vida; y Pedro y Juan creyeron, porque vieron cumplidas las promesas que el Señor tantas veces les había referido. Porque sus palabras, que tantas veces les parecieron oscuras, se iluminaron con los claros destellos de la Verdad divina. Sepamos nosotros correr también al encuentro de Jesús; no pongamos impedimentos, ni excusas, ni omitamos nuestros compromisos. Porque aunque no podamos ver al Hijo de Dios en la Eucaristía, podemos apreciarlo sin ninguna duda, por la fe, a través de la escucha de la Escritura Santa. Hoy, igual que entonces, se cumplen las promesas y brilla en el alma la esperanza. Llevamos mucho camino recorrido, desde que estuvimos adorando al Niño en el Portal; desde que le acompañamos por las orillas del lago; desde que caminamos juntos por los senderos de Galilea; desde que compartimos con Él su Cruz y su dolor. Gocemos ahora de la culminación de nuestras creencias: de su Resurrección. Y corramos con alegría y sin tristezas, a su encuentro; ahora nos espera, en los Sacramentos.