Lectura del santo evangelio según san Lucas
(1,67-79):
En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, lleno del
Espíritu Santo, profetizó diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca
de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de
la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con
nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro
padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de
los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos
nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás
delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos
visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.»
COMENTARIO:
Vemos, en este
Evangelio de Lucas, que cuando Zacarías cumple lo que le había mandado el Ángel
–imponer al niño el nombre de Juan- recobra el don de la palabra. Y lo recupera
porque, ante el acto de fe, se desata su lengua para hablar de lo que Dios
tiene dispuesto, y borrar así su incredulidad pasada. Ante la sumisión a los
planes divinos, el Espíritu Santo le inunda –y nos inunda a todos- con su
Gracia; iluminándonos para que seamos capaces de percibir que no hay mayor ni
mejor camino para alcanzar la Felicidad verdadera, que unir nuestra voluntad, a
la voluntad divina. Aunque a veces no la entendamos, o seamos capaces de
desconfiar de su eficacia. Se trata, simplemente, como bien entendió el
sacerdote, de descansar en la Providencia
y asumir que en todos los momentos y circunstancias de nuestra vida,
Dios sabe más.
Los que rodean
al sacerdote y perciben la intervención del Altísimo en los acontecimientos, se
preguntan y le preguntan al padre, sobre la misión a la que el Señor ha podido
destinar a su hijo. Y Zacarías, que ha conocido por el Paráclito que Juan será
el precursor del Mesías de Dios, entona un cántico de alabanza, donde va desgranando
a su pueblo la acción salvadora de Dios con Israel y que culminará con la
llegada de Jesucristo.
Expone, con su
discurso, que ya se hacen presentes las promesas que los profetas fueron
anunciando, a través del tiempo. Y que el Padre, que siempre cumple sus
compromisos, sale a nuestro encuentro a través del Hijo, para que recuperemos
el lugar que, por nuestra soberbia y desobediencia, habíamos perdido. Que hoy,
al tener en sus brazos al Bautista, ve como se funden el Antiguo y el Nuevo
Testamento; y que lo hacen, porque su hijo es la línea divisoria de la
Escritura Santa, donde personifica –por nacer de unos padres ancianos- las
viejas promesas. Y, a la vez, da paso al cumplimiento de las nuevas, porque ha
sido declarado el último profeta, en el seno de su madre. Cuando aún no había
nacido, Juan saltó de gozo en las entrañas de Isabel, al percibir al Hijo de
Dios en el vientre de María. Es en ese momento, aunque nos parezca mentira,
cuando el Señor señala la misión de precursor de Juan, que le acompañará toda
la vida.
Cada año,
cuando leo esos textos que nos acercan al momento culminante, con la llegada de
Cristo, de nuestra salvación, me sigo sorprendiendo ante el misterio de la
vocación: ese papel que Dios tiene destinado para cada uno, desde antes de la
creación, en la obra magistral de la Redención. Y que cada uno de nosotros, en
libertad, deberá aceptar o rechazar, en función de su amor y su
responsabilidad. Porque hoy, igual que entonces. Dios nos sigue llamando a cada
uno de nosotros desde antes de ser, para ser ante y para el Señor.
Pero sólo
seremos capaces de recuperar esa voz, que debe estar al servicio divino, si
–como Zacarías- somos fieles a la predicación de Cristo y a los deseos que sus
Ángeles, nos transmiten en la oración. Ya que, como nos dice san Agustín: “Con
el advenimiento de Aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace
claro”. Jesús es el Sol que ilumina las tinieblas; la Palabra, que da sentido a
la vida; la Música, que pone la armonía en la sintonía. Por eso el sacerdote,
en su discurso, nos indica que ya ha terminado esa vigilia que ha sido larga; y
que ya ha llegado el momento en que nuestra esperanza da paso a la realidad de
la fe: la Encarnación del Hijo de Dios.
Evangelio según San Lucas 2,1-14.
En
aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se
realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche.
De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor,
pero el Angel les dijo: "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.
Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre".
Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:
"¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!".
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche.
De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor,
pero el Angel les dijo: "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.
Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre".
Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:
"¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Lucas comienza con una lección de Dios, que sirve a los hombres para
contemplar cómo los sucesos de la historia humana sirven para cumplir los
designios divinos y hacer, de sus gestos, enseñanzas. Nos dice el texto, en su
comienzo, que se promulgó un edicto del César; de ese César Augusto que se
presentó en su tiempo, como el salvador de la humanidad. Cómo aquel que había
favorecido las artes y había dado periodos de paz y prosperidad a los suyos. Llama
la atención que justamente sea, bajo el mandato del que se consideraba a sí
mismo como el valedor de los hombres, el momento elegido para que nazca el
verdadero Salvador del mundo; y que con su nacimiento se instaure esa nueva
era, que abrirá a todo el género humano las puertas de la Redención.
Por los
documentos extrabíblicos que tenemos, solamente conocemos con seguridad un
empadronamiento de Quirino, que se realizó en el año 6 d. C.; sin embargo,
sabemos que era muy habitual entre los romanos, elaborar censos locales y
generales para clasificar los lugares que estaban bajo sus dominios. Pero lo
que está claro es que, aunque no dispongamos de esa información histórica
exacta, Lucas sitúa uno de esos
registros, como el momento que Dios utilizó para que se cumplieran las
Escrituras y naciera su Unigénito, en la aldea de Belén de Judá. Bien se ve,
como nos dijo Galileo, que el Señor no quiere mostrar en la Biblia cómo va el
Cielo, sino cómo podemos ir al Cielo. Por eso no estamos en una detallada
biografía histórica; sino en la revelación de Dios, a través de su Hijo
Jesucristo, mediante los recuerdos de aquellos que participaron directa, o
indirectamente, en la realidad divina, bajo la inspiración del Espíritu Santo.
Es una
maravilla, por su intensidad y, a la vez, su brevedad, cómo el escritor sagrado
nos anuncia que el Rey de Reyes ha nacido en un pesebre, porque no había lugar
para ellos en el albergue. Seguramente, José viajó de Nazaret a Belén en un
pollino que llevaba a su mujer en la
grupa. A una doncella que, por su embarazo, el trayecto debía resultarle
cansado y difícil. Es probable que pararan muchas veces; ya que ante la
inminencia del nacimiento del Niño, el esposo tomaría todas las precauciones posibles,
para que María se encaminara, sin ningún percance, a su lugar de destino. Y
todo ello contribuiría, a que al llegar a buscar un lugar para pasar la noche,
todo estuviera ocupado y solamente quedara libre un lugar en el establo. Pero
nada sucede porque sí, y con esa situación a todas luces incómoda y
decepcionante, Dios nos da a todos los hombres, otra enseñanza que debe ser
fundamental en nuestras vidas: debemos aceptar los planes divinos y hacerlos
nuestros, aunque no los entendamos; y aprender a ser humildes, siguiendo el
ejemplo de la Sagrada Familia.
Aquel que
hubiera podido nacer entre algodones, escogió la pequeñez y la pobreza de un
pesebre. Aquel Niño, que era Dios, decidió renunciar a todo por amor a los hombres.
Desde su primer suspiro se despojó, no sólo de lo superfluo, sino de lo
necesario, para enseñarnos y servirnos de ejemplo. Hoy, esta noche que viene a
este mundo en el lugar más recóndito y olvidado, nos muestra de lo que es
capaz, para recuperarnos. De lo que será su vida y, sobre todo, de cómo será su
final: ya que otra vez en el tiempo, se desprenderá de todo lo suyo, hasta su
último aliento, para liberarnos de la esclavitud del pecado y alcanzarnos la
salvación.
Nos sigue
contando el texto, que la Virgen dio a luz a su primogénito. Y creo que es
conveniente aclarar, para defender la perpetua virginidad de María, que en la
Biblia, el primogénito era el primer varón que nacía, aunque no hubieran más
hermanos: era el que abría el seno materno. Ese lugar sagrado, que Dios
había escogido desde antes de la Creación, para que diera cobijo a su Hijo; y
donde el Verbo encarnado asumiría la naturaleza humana. María es El Sagrario
perfecto, que acepta sin cuestionarse nada, las decisiones divinas. Su fe es
inmensa y, por ella, se torna la esclava del Señor; y con su sí incondicional,
se hace corredentora en la historia de la Salvación. Y a su lado está José: la
disponibilidad de un hombre que ama, con corazón puro, a Dios y a su Esposa. Él
recibe, con la máxima dignidad, el encargo de cuidar, proteger y educar en su
vida terrena, al Hijo de Dios. ¡Qué grande debía ser, ese humilde carpintero!
Y los Ángeles
manifiestan al mundo, representado por aquellos pastores, la gloria del Niño
que ha nacido en el portal de Belén. Ellos revelan, con gozo, la divinidad de
Jesús que permanecerá oculta a los ojos de los hombres. Porque Dios ha querido,
expresamente, que cada uno de nosotros descubra por sí mismo, en la realidad
del Pequeño, el esplendor de su Padre. Los enviados celestiales no pueden
callar, los dones que proviene de ese hecho que parece tan natural y es, a la
vez, tan sobrenatural: la llegada del Redentor, que trae la paz y la felicidad
al género humano. A todos, sin distinción de raza y situación, por eso eligió
manifestarse de igual manera, a personas de tan distintas condiciones: los
pastores y los magos de Oriente. ¡Qué alegría descubrir, que todos tenemos
cabida en el Corazón inmenso de Cristo! Aunque ahora lo contemplemos en la
pequeñez y la fragilidad de un recién nacido, que quiere que le hagamos un
lugar en nuestro interior. Y para finalizar ese día tan especial, quiero que
recordéis que cuando los Ángeles anunciaron a los pastores la llegada del
Mesías, éstos se fueron deprisa a adorarle. Porque nadie en su sano juicio,
busca a Dios perezosamente; ya que el Señor –y bien lo sabéis aquellos que le
habéis conocido- pone alas en el alma de los que nos hemos comprometido, a ser
fieles a su Alianza. Ahora, en esta noche santa, delante de tu Dios hecho
Hombre ¿te decides a comprometerte?